Todos los días me digo que es peligroso y que debería yo dejar de hacerlo. Pero el Choco, mi perro pastor, está muy acostumbrado a su paseo por las calles cercanas. Ya es un perro viejo pero conserva algo del aspecto amenazante que tuvo en su juventud. Además, todos dicen que es bueno caminar diariamente unos treinta o cuarenta minutos. Eso es lo que hago a pesar de mis temores.
Antes sólo iba yo a pasear los sábados y domingos. Ahora que tengo menos obligaciones, lo hago diario. El Choco observa todos mis preparativos para salir: buscar un sombrero, ponerme un chaleco y vaciar mis bolsillos para no llevar identificaciones, ni dinero, ni teléfono. Si alguien me asalta, no conseguirá mucho.
No es mi imaginación pesimista. En mis paseos encontraba frecuentemente a un señor que caminaba y trotaba por las mismas calles. Era más joven, más alto y más fuerte que yo. Después de lo que le pasó no he vuelto a verlo. Espero que esté bien; me apenaría que lo hubieran lastimado.
Caminaba muy rápido. En ocasiones, lo encontraba dos veces en la misma caminata: cuando me alcanzaba y me dejaba atrás, y cuando ya venía él de regreso. Yo avanzo con lentitud porque el Choco se detiene a oler y porque volteo constantemente a ver quién está cerca de mí.
La última mañana que lo vi, se acercaba caminando de prisa, respirando ruidosamente y con los puños cerrados. Estaba a unos quince metros cuando una camioneta de pasajeros, verde, sin placas y con vidrios obscuros se detuvo junto a él. Por una puerta lateral bajaron tres hombres que lo sujetaron bruscamente y lo forzaron a subir a la camioneta.
El no se resistió. Casi podría yo decir que colaboró con sus secuestradores. Decía que sí, que sí, y se veía muy asustado. No más que yo que, paralizado, vi las pistolas y escuché los gritos y los insultos. Cuando el último de los captores se subía a la camioneta, todavía con un pie en la calle volteó a mirarme.
Tenía un gorro tejido negro. Lentes obscuros y toda su ropa negra también: sudadera, pantalón y una gran hebilla metálica en el cinturón. Sus botas altas, bien ajustadas. Su cuerpo parecía de mujer. Tuve la impresión de que iba a decirme algo. Le gritaron que se subiera ya, con un carajo. Cerró la puerta y arrancaron. Las noticias no dijeron nada del asunto.
Mientras paseo, vigilo a los pasajeros de los coches cercanos. Busco a quienes tengan gorros negros y anteojos obscuros. Planeo qué hacer si me sujetan y quieren subirme a una camioneta. ¿Es mejor cooperar con los captores o resistir y esperar un balazo confiando que no sea mortal? Pienso que tal vez el Choco, con su aspecto de perro bravo, me ha protegido de los peligros del paseo diario por las calles cercanas.
El ejercicio consistió en escribir un relato ficticio en el que el autor apareciera como actor.
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