"Son un hato de mulas estúpidas" nos gritó una tarde mientras pateaba el suelo con la cara enrojecida. Más nos reímos.
El Pollo era alto y esbelto. Tenía la piel morena y el cabello lacio y negro. Los ojos y los pies, grandes. Caminaba dando chanclazos y aventando los pies para afuera, más como pato que como pollo. Lo imitábamos cuando miraba para otro lado.
Contaba sus historias siempre con gracia y rematando con carcajadas. Parecía que nunca podríamos ser más listos que él porque en cuanto notaba que alguien quería superarlo, respondía con chascarrillos y con groserías. Andar con él era una fiesta continua aunque había el riesgo de terminar respado para que todos
los otros se rieran.
Dejé de verlo muchos años. Lo volví a encontrar en un refugio de los alcohólicos anónimos. Se había vuelto más reflexivo y su risa era una sombra de sus anteriores carcajadas. Había perdido algo de pelo, pero una lucecita se conservaba en su mirada.
Me apenó saber que sus años de adulto y de viejo los pasó visitando los cafés del centro de Puebla. Buscaba a sus antiguos compañeros, o a cualquiera que se dejara, para venderles un lápiz o para que lo invitaran algo que le sirviera de desayuno. Me dijeron que se casó cuatro veces y que ya murió. Me habría gustado encontrarlo en alguna de estas calles poblanas.
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