Mientras
viví en México me parecían un poco ridículas las quejas de la gente de Puebla
por los congestionamientos de tráfico. No saben lo que es bueno, pensaba yo.
Ahora, me parece que el tráfico poblano es peor que el de México.
Las
calles del centro de Puebla son estrechas. En muchas de ellas solo caben dos
carriles. Siempre hay alguien que enciende sus luces intermitentes y se
estaciona en doble fila o en lugar prohibido. Cambiarse de carril es casi imposible.
Para lo único que colaboran los conductores es para evitar que se abra un hueco
por el que pueda meterse un coche de la otra fila. La hostilidad de los conductores poblanos es un rasgo que los
visitantes notan inmediatamente.
Los
camiones de pasajeros se aprietan y resoplan como búfalos acorralados. Sólo puede avanzarse unos pocos metros con cada ciclo del semáforo. Desde el coche se puede ver en los aparadores del centro,
los maniquís vestidos para fiesta con sus cabezas de yeso despostillado y sus
brazos en posición principesca. Parece que el guinda es el color de moda porque
todas lo llevan. Quizá en mi niñez vi alguna señora vestida así, pero no puedo adivinar cómo para cuáles fiestas serán adecuados
esos vestidos.
El
claxon del auto de atrás exige estar atento y avanzar. Son apenas unos metros.
Poco a poco se acerca uno a la esquina. Cuando el semáforo da el verde, resulta
que los autos y camiones que cruzan se quedaron a mitad de la calle. Nadie
puede pasar ni en una ni en otra dirección. El semáforo reparte el derecho de
avanzar y los conductores avanzan aunque se queden en el cruce sin poder pasar.
Un día,
mi coche se detuvo en el carril central de la calzada Zavaleta. En tales
ocasiones uno ya sabe que vendrá una retahila de claxonazos y miradas de odio
de los autos que vienen atrás. Uno también sabe que no hay más remedio que
aguantar y esperar a que dejen de pasar para poder empujar el coche y
estacionarlo donde no estorbe. Eso es lo que
hice. Pero el tráfico no cesaba. Hice señas y supliqué con la cara para que
alguien se detuviera y me permitiera la maniobra. Nadie. Todos prefieren seguir y que ayude el que viene atrás. Entonces sucedió el milagro. Un señor detuvo su coche y
se bajó -Súbase, yo lo empujo,
súbase- Con su coche atravesado, él se plantó en la calle para detener el
tráfico mientras me empujaba. Cuando pude estacionarme y le agradecí, me dijo que me había visto muy
comprometido y por eso se detuvo.
-Aquí
nadie lo ayuda, comentó.
-Pues de
dónde es usted, le pregunté.
-Soy de
Guadalajara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario