Cambiar
de ciudad es volver a empezar. De nada sirve la buena o mala fama que uno crea
tener. Todo empieza desde cero: los amigos y los enemigos,
los méritos y las vergüenzas. En 1999 vendimos todo lo que
teníamos en Morelia y llegamos a Puebla. Después de un periodo de bonanza allá,
vimos que la cosa iba a empeorar y más nos valía buscar la vida en otro lado.
Nuestras hijas ya no vivían ahí. Mis suegros habían muerto y nos quedaban muy
pocos amigos en Morelia.
Los rumores de despidos masivos se pusieron fuertes en el gobierno de
Michoacán, donde tuve un buen puesto los últimos años, y se afilaba ya la guillotina. Mi jefa me dijo: lo bueno es que tú y yo
somos maestros y siempre habrá trabajo para maestros, aunque sea mal pagado.
Con esa confianza, renuncié al trabajo y volví a
Puebla a la edad de cincuenta y dos años, después de treinta y cinco de haber
salido, adolescente, a estudiar a la ciudad de México.
Regresé
a vivir a la casa familiar de la Calzada de los Fuertes, en la que todavía vivía mi mamá y una hermana
con enfermeras y cocinera. Le decíamos 'la casa nueva' pero ya tenía casi
cincuenta años de construida.
La Calzada
de los Fuertes de mi infancia era un camino angosto,
serpenteante, que subía al fuerte de Loreto y terminaba en el de Guadalupe. Más que calle, era nuestro patio, porque
casi nadie circulaba por ahí. Sólo los clientes del Merendero y los escasos
visitantes de los dos fuertes. Además, por las noches,
algunas parejas de enamorados que buscaban lugares solitarios y obscuros.
Sólo
cuando había beisbol se animaba la calzada, porque
era el único camino para ir al estadio. Los aficionados tenían que subir caminando
desde la lejana parada del
camión. Para cortar camino, atravesaban por lo que nosotros llamábamos el
Bosque, que era una enorme extensión baldía sembrada de alcanfores. El Bosque estaba a espaldas de nuestra
casa. Lo recorría un camino de tierra con un puente de piedra para cruzar el
arroyo que había ahí. El puente ha de estar enterrado bajo las calles del
fraccionamiento que hicieron en el Bosque.
A los
poblanos les parecía que vivíamos lejísimos. Pero no era tanto. En nuestros
vagabundeos infantiles, podíamos llegar caminando al zócalo en menos de media
hora. De la calzada bajábamos hasta el paseo viejo. Ahí podíamos cruzar el río San Francisco por el puente de
la 18 Oriente o seguir por la orilla hasta la iglesia del Puente. Cruzar ahí o
entrar por 'el estanque de los pescaditos', como se llamaba el callejón que nos
llevaba casi hasta donde ahora está el Parián. Los puentes de piedra negra que
cruzaban el rÍo también deben estar enterrados en espera
de algún arqueólogo futuro.
Frente a
nuestra casa, del otro lado de la calzada, estaba el Cerro. Por ahí nos íbamos hasta el
fuerte de Guadalupe y más allá. Varias veces caminamos por el despoblado hasta
la casa de unos primos que vivían en la Colonia América.
El
fuerte de Guadalupe estaba en ruinas y no nos despertaba ningún interés. Pero
el de Loreto nos gustaba mucho. Había siempre algunos soldados vigilando. Por
la parte interior de la muralla, el fuerte tenía unas letrinas del estilo de los baños romanos; según nosotros
habían sido de los soldados de Zaragoza. A veces las usábamos. Tenía una reja
siempre con candado por la que se entraba, según nosotros, a un túnel que llegaba a la Catedral. Soñábamos con
recorrer ese túnel. Parece que los túneles de la catedral son parte de las leyendas de algunas ciudades. En Morelia, sus
habitantes juran que hay un túnel secreto que va de la catedral a alguna de las
otras otras iglesias o conventos que hay ahí.
Los
fuertes volvieron a cubrirse de gloria el día del centenario de la batalla del
cinco de mayo, en 1962. La calzada se congestionó de coches y camiones con turistas y familias enteras que intentaban
subir a conocerlos. Por esos días se inauguró la autopista México-Puebla y papá
participó en una caravana para agradecerle al presidente López Mateos. Papá
regresó maravillado de que se pudiera llegar a México en algo más de una hora.
Antes, por la carretera vieja, era difícil hacer menos de dos horas.
Más allá
de los Fuertes no había nada; ahí terminaba el camino.
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