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sábado, 21 de febrero de 2015

EL ESPÍRITU DE SANTIAGO (cuento)

El asunto no me gustó desde el principio pero qué se puede hacer cuando a Mónica se le mete algo en la cabeza y ha de hacerse lo que ella dice. Si me oponía, las recriminaciones iban a durar hasta que la muerte nos separe. Acepté con el presentimiento de que algo iba a salir mal. De todos modos me reclamó, aunque le dije que sí. No bastaba con darle gusto, además tenía que hacerlo con entusiasmo, como si me gustara la idea. De otra manera parecería sacrificio y a ella no le gustan los mártires.
Me refiero a la excursión a Yucatán con la que me salió esa noche cuando regresé de la oficina. Dijo que yo era un viejo acedo que ni vacaciones había pedido por no salir de mi rutina y ella estaba aburrida, quería algo más que vagar por esta casa vieja, una salidita antes de cubrirse de telarañas. Tenía yo que pedir vacaciones y no podían negármelas si las solicitaba con decisión y le recordaba al Secretario que hacía seis años que no las tomaba, que ya era justo, que no serían muchos días y ni hace falta que esté yo ahí todo el tiempo. Sólo iríamos a Yucatán, ni siquiera a Europa.
Hace casi treinta años que nos casamos. Tuvimos dos hijos que ya se no viven con nosotros. Por eso la casa nos queda grande. Aquí hemos vivido por más de veinte años. Compramos la casa con un crédito de los que le daban antes a los empleados del gobierno. Luego de que lo pagamos le dije a Mónica que dejara su empleo si quería. Eso fue un error. No se trataba de que el dinero alcanzara o no, sino de que se entretuviera en el trabajo. Claro, no se aburría mientras los niños estaban chicos. Lo malo empezó cuando se fueron de la casa.
Se aburría por no hacer nada. Cuando yo tengo algún rato libre me gusta tomar fotografías y mejorarlas para que muestren, ¿cómo decirlo? el espíritu de las cosas. Ahora con las computadoras se puede hacer mucho, si tiene uno tiempo y algo de paz. Traté de interesarla en la fotografía pero dijo que no le gustaba andar como tonta (como yo) retratando todo lo que se le atraviesa.
Claro que no le dije que no hacía nada. Hubiera respondido con una larga lista de todas las cosas que hacía, muchas de las cuales eran lo mismo dicho de maneras diferentes como sacudo, paso el trapo, quito el polvo, mantengo limpias las repisas ¿eh, te parece que no hago nada? No recuerdo cuándo fue la última vez que argumenté con ella tratando de usar la lógica, los niños estaban chicos
Me dio una larga lista de razones para ir a la excursión y me pareció que no era mala idea cuando dijo que había muchas cosas que retratar. Casi me entusiasmó. Me convencí de que mis temores eran irracionales porque a todos los viejos, ya casi soy, les da miedo salir de sus rutinas. La verdad es que ni cuando era joven, era aventurero. Sí, tuve algunos atrevimientos pero muy pocos. Proponerle matrimonio, por ejemplo.
Compró dos maletas grandes. “Tú ya verás de qué se llenan” me respondió cuando alegué que la excursión era de sólo seis días. Cuando se ponía así, mis opciones eran pelear o, lo que hice, gruñir un poco y retirarme. Aun con todo el “ajuar de vacaciones”, las maletas se fueron medio vacías. Qué buena idea ponerles ruedas. No hubiéramos podido cargarlas de regreso.
Mónica no paró de hablar desde que nos encontramos en el aeropuerto con los otros excursionistas. Platicó con todos y me dio la impresión de que su tema favorito soy yo, que soy un gruñón, ronco, duermo sin pijama, no me gusta salir pero me trajo a fuerzas y van a ver como sí me gusta aunque no lo admita. Las otras señoras señalaban a sus maridos como diciendo que eran iguales. Yo traté de parecer amable y con una media sonrisa saludé a todos y acepté mis defectos. Puros viejos como nosotros. Ella era la más bonita. Siempre con ropa buena bien combinada. Ya desde ahí iba vestida con unos pantalones cortos y blusa ligera que se le veían muy bien. Su cola de caballo me hizo recordarla de muchacha. Ha conservado la cintura y se puede decir que tiene buen lejos. Al bajarnos del avión, Mónica mostró su previsión al venir con ropa “ya de vacaciones, no tu ropa aburrida de siempre.”
Mérida no me gustó. El calor es insoportable. El espíritu de la ciudad está en las casas derruidas del centro, cuyos habitantes se cuecen mientras ven la televisión en cuartos oscuros. Seguramente la gente de aquí conoce cosas interesantes pero a los turistas nos traen de una ruina a otra. Las tiendas del centro, como las ruinas, son todas iguales. Mónica y las señoras las recorrieron y de cada una salían con algo. Compró huipiles, blusas bordadas, rebozos y faldas indús. Sonrió cuando le dije que ya se quería vestir como la Chamana, su amiga divorciada.
Hasta ese momento, todo iba conforme a lo esperado en las excursiones. La sorpresa vino cuando el gerente del hotel nos dijo que esa noche había baile en la plaza de Santiago, ahí cerca, sin más razón que la de ser martes. Mónica se arregló para ir sin preguntar mi opinión. Sí, era mejor salir a pasear en la noche que meterse al cuarto del hotel. Cuando llegamos ya estaba tocando la orquesta y la plaza llena. Me dijeron que hay un asilo de ancianos cuya única diversión era ir a bailar los martes. Fui a tomarles fotos y en eso estaba cuando vi a Mónica bailando con uno que parecía del asilo pero se movía muy provocativo. Me pareció que Mónica le seguía la corriente y también se puso provocativa. Sonrió y me tiró besos cuando le apunté con la cámara.
De regreso al hotel, dijo que el hombre se puso terco, la invitó varias veces, no se iba, le extendía la mano y había insistido. Venía muy contenta brincoteando por la banqueta. Me mostró cómo era el zapateado que aprendió en la primaria y me decía cómo hacerlo. Esa noche, cosa rara, hicimos el amor.
Fue la última vez. Mónica empezó a mostrarse indiferente conmigo. Contestaba con monosílabos y siempre parecía estar pensando. Cuando yo le hablaba era como si la interrumpiera. Todo lo que compró pareció dejar de importarle. Al regresar a la casa, lo amontonó en un closet sin desempacarlo. Empezó a invadir mis terrenos que eran el mal humor y la desesperanza. En cambio, abandonó el suyo que había sido levantarme el ánimo cuando yo me dejaba caer.
No supe qué hacer. Cuando hablé con los hijos, me dijeron que ella los había buscado. Estaban preocupados por lo que les dijo. No me culpaba de nada, yo era así. La culpa era de ella por haberse casado conmigo y hacerme sufrir. La vida inútil y aburrida se le escapaba de las manos. Se acercaba a la vejez. Ya era vieja. No, no tanto. Todavía tenía tiempo y tenía amigas. Eso es, la amistad era más importante que el matrimonio. Los muchachos esperaban que pronto volviera a la normalidad.
Las cosas empeoraron. Un día me dijo que no quería vivir más en la casa. Puedo reducir su lista de razones a una: no le gustaba la vida conmigo. Yo, como cualquiera, no había sido un buen marido. Acepté pasarle una cantidad mensual mientras volvía a trabajar. ¡Qué va a volver a trabajar! Por lo pronto se fue a vivir con la Chamana, que invoca los poderes del universo y te explica el ying y el yang aunque no quieras.
El sábado pasado vinieron las dos. Ella se soltó el pelo y dejó de pintarse las canas. Traía colguijes de colores y un pantalón de mezclilla que olía a incienso. Dijo que estaba feliz estudiando cosas que no me importan. Sacaron la ropa típica de Mérida, se la probaron toda, dijeron que estaba preciosa, y se la llevaron puesta encima de lo que ya traían. Cuando venga otra vez, le tomaré unas fotos con su nueva moda para reemplazar las que le tomé en el baile de Santiago.

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