Como todos los años, la respetable familia Torres preparó la Torrada. La reunión de todos los hijos, nietos y bisnietos del ilustre Don José Torres y su esposa, Doña Francisquita, que ya no están con nosotros pero cuyo ejemplo y recuerdo mantiene la unión y las buenas costumbres de la familia. Vienen Torres de las más diversas ciudades: de Colima, de Acámbaro, de Ciudad Guzmán. Hasta los López Torres vinieron de Zacatecas. Es una buena ocasión para que se conozcan todos, que son tantos.
La Torrada comienza con una misa solemne oficiada por el viejo obispo amigo de la familia quien fue protegido por los fundadores y se dice en secreto que estuvo a punto de abandonar el seminario medio enamorado de Asunción, que era bonita. En las bancas más cercanas al altar están los niños chicos con sus padres. Atrás, entre los jóvenes solteros, están Bernardo y Eduardo Torres González, muy pendientes de las primas endomingadas.
Al terminar la misa, el primer encuentro es en el atrio de catedral. Hasta las tías viejas, generalmente adustas, se ríen sin recato. Los jóvenes se buscan entre sí. Primas y primos se abrazan, se dicen cumplidos, intercambian sonrisas, y prometen sentarse juntos en la comilona. Tía Asunción abraza a Bernardo y le da una bienvenida efusiva, pero apenas saluda Eduardo sin tocarlo. Éste nota que las primas no lo saludan de beso ni los primos le buscan conversación. Le llama la atención que su hermano Bernardo, está muy abrazado de Doloritas y no para de bromear.
Alquilaron un salón campestre para la comida. “Siéntense donde quieran -instruye la Tía Asunción con un micrófono- Sólo dejen esta mesa para monseñor”. Alrededor de las mesas se van formando los grupos. Aquí las familias con niños pequeños, carreolas y biberones. Allá los adolescentes dispuestos a embriagarse. Más allá, los solteros ruidosos que hacen planes para irse a bailar en la noche. En la mesa central, las tías viejas presiden y se empeñan en atender al señor obispo que se ha quitado sus galas y sólo usa un discreto cuello romano de color púrpura.
Bernardo es el alma de su mesa. Brinda por todo, abraza a las primas, examina y elogia las medallas benditas que les adornan el pecho. Doloritas está junto a él y le aprieta la mano con cualquier pretexto. En esa misma mesa está Eduardo quien ya no cabía pero se arrimó una silla y pidió que le abrieran lugar. Nadie platica con él y sólo le responden con monosílabos.
El vocerío se interrumpe cuando por el micrófono se anuncia que monseñor bendecirá la comida. “Bendita barbacoa, benditos frijoles, bendita salsa” dice Eduardo cuando acaba el señor obispo pero nadie se ríe. “Bendita cervecita” completa Bernardo y estallan las carcajadas. Los dos hermanos se miran extrañados porque en años anteriores el simpático era Eduardo.
Bernardo acerca la boca al oído de Doloritas.
-¿Qué pasa con Eduardo mi hermano? Lo traen apestado.
-Nada. Por qué lo dices. Yo lo veo igual que siempre.
-Dime qué pasa.- Le muerde la oreja.
-Nada. Ya estate, que nos van a a ver.
Al terminar la comida, mientras en todas las mesas se toma el tequila, la Tía Asunción habla por el micrófono: “Queridos Torres y amigos que nos acompañan: qué contentos estarían mi papito José y mi mamita Francisquita de ver a tantos de sus descendientes aquí reunidos”. “Sí nos están viendo desde donde están”, grita alguien con voz ahogada. “Tienes razón. Pero si nos están viendo, seguramente se entristecerán porque algunos de nosotros estamos en pecado”
-Oh, ya van a empezar los dramas.- Susurra Bernardo.
-¡Cállate!- Contesta Doloritas mientras le pellizca el muslo por debajo de la mesa.
“Vamos a pedirle a Papito José y a Mamita que intercedan por aquellos de sus descendientes que viven en pecado. Allá cada quien en su conciencia sabe de quién estoy hablando. Guardemos un minuto de silencio.”
Todos bajan la cabeza y Bernardo baja la mano a la pierna de Doloritas mientras le dice entre dientes “Reza por mí, primita hermosa, porque estoy en pecado de pensamiento, palabra y obra”. Ella aprieta la mano de Bernardo contra su vientre dando muestras de fervor.
Pasado el minuto, empiezan las conversaciones y las risas cuando vuelve a sonar la voz de la Tía Asunción por el altavoz. “¿Dónde está Eduardo Torres? Le voy a pedir que venga y nos acompañe un momento aquí en la mesa de los viejos”
Eduardo alza la mano. Silencio absoluto. Todos lo miran caminar muy descompuesto hacía la mesa de las tías. Así debían caminar ante los jueces los acusados de traición a la patria.
-¿No que nada, Doloritas? ¿Dime qué se traen con Eduardo?
-Pues tú ya lo has de saber. ¿Eres su hermano, no? ¿A poco no te das cuenta? Lo bueno es que tú no eres así. Sólo de pensarlo me espanto.
-No sé de qué hablas.
Eduardo se sienta frente las tías a un lado del señor obispo. Algunos curiosos se acercan a oír pero la Tía Asunción los aleja “ Váyanse de aquí. Queremos mucho a Eduardo pero esto no debe andar en boca de todo”. Como los curiosos no se van, la tía se rinde.
-Don Eduardo, te hemos mandado llamar por el mucho amor que te tenemos y le tuvimos a tu padre, nuestro hermano, que en paz descanse. Estamos preocupados por tí.
La tía mira al señor obispo quien está investigando su copita de cognac. Las otras tías se acomodan en sus sillas.
-¿De qué se trata, Tía Asunción? -pregunta Eduardo- Desde la mañana todo mundo me da la espalda.
-¿Todo mundo? No puede ser. Sólo nosotros lo sabemos.- Se dirige a las otras tías- ¿Ustedes han comentado este dolor que nos causa Eduardito?
-No, no -todas lo niegan.
-Pues te lo tengo que decir: sabemos que vives en pecado. El más horrible. Si lo supiera tu padre se volvería a morir de vergüenza. Nunca habíamos tenido esto en nuestra familia Torres. Tú padre te educó para que fueras piadoso y te mantuvieras puro, y mira nada más cómo le correspondes.
-No sé a qué pecado te refieres, Tia.
-Me obligas a decirlo con todas sus letras: sabemos que tú... eres ateo.
Eduardo la mira fijamente, como miran los sordos cuando tratan de entender qué les dijeron. Infla la mejillas antes de responder.
-Ah, eso. No sé cómo se enteraron. Me da pena decirlo pero el ateo es Bernardo.
Entonces todas las otras tías y los curiosos empiezan a hablar al mismo tiempo y la noticia se corre en todas direcciones.
-Con razón -dice el obispo imponiendo silencio- te vi comulgar en misa y pensé que algo estaba mal. En cambio Bernardito estaba muy desatento.
Tía Asunción recupera el control. -Bueno, hijo, por favor dile a tu hermano que venga. Tenemos que volver a empezar.
Con la cabeza levantada y una media sonrisa, Eduardo va a la mesa donde su hermano lo espera con curiosidad.
-Ahí te buscan las monseñoras. Ya se enteraron de que eres ateo y me estaban regañando como si yo fuera.
-¿Tú eres el ateo, Bernardo?- Doloritas se levanta asustada.- Y yo de tonta. ¿Eres ateo? No me mientas.
-Pues sí.
-¡Vete! Ve con mis tías y el obispo, que mucho lo necesitas... Perdóname, Lalito, por pensar mal de tí. ¿Me perdonas? Ven, acompáñame. Tú, Bernardo, ve a que te enjabonen.
-¡Ah! Qué rápido me cambiaste. Yo creía que...
-No andes creyendo. Te aconsejo que vayas con mis tías o regreses a tu hotel. Aquí no te quedes.
Se escucha la voz de Tía Asunción. "¿Dónde está Bernardo Torres? Le voy a pedir que venga y nos acompañe un momento aquí en la mesa de los viejos”. Pero Bernardo ya va rumbo a su hotel. Esa fue la última Torrada a la que lo invitaron. Sin embargo todos los años se acuerdan de él cuando guardan el minuto de silencio.
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