El
noticiero matutino de la televisión hablaba del Tuno, que recibió
cinco balazos esa misma noche. El doctor Rodrigo, que lo atendió en
el hospital, estuvo muy atento a los comentarios y declaraciones de
la policía. El sueño lo vencía, pero se quedó mirando hasta que
se convenció de que no habría más noticias sobre ese tema.
El
Tuno le hizo recordar al doctor Rodrigo aquella lejana tarde en
Guadalajara cuando a verlo junto con sus amigos
adolescentes. Esa tarde, planeaba declarársele ahí a la Cuqui
Rivera, la chica mas bonita de la preparatoria. Sería la primera vez
que se declaraba a una muchacha y pensó con cuidado lo que iba a
decir. Pero la Cuqui tenía los ojos puestos en los muchachos que ya
iban a la universidad.
El
Tuno empezaba a ser conocido por sus boleros que ya sonaban en las
estaciones de radio y por lo divertido que eran sus presentaciones.
En la carpa todo parecía improvisado. Al frente, sobre una tarima,
se sentaba el cantante con su guitarra. Desde ahí bromeaba con el
público de las primeras filas, en las que estaban Rodrigo y su grupo
de amigos. Desde el principio, Cuqui atrajo la mirada del Tuno quien
se fijó también en el nervioso Rodrigo. “¿A poco ustedes ya
saben del amor?”, les preguntó. El público, las muchachas, los
amigos, y la misma Cuqui, empezaron a reírse. Sólo Rodrigo
permanecía serio, lo que pareció enardecer al cantante. “A ver,
dale un beso a la güerita, ¿Verdad que sí güerita?” La Cuqui
gritó “ni loca” y el breve silencio fue roto por una carcajada.
Rodrigo
recuerda que se levantó para salir de ahí. “Esto no es para
chamacos” le dijo el Tuno y provocó una nueva carcajada.
Humillado, se encerró en el baño. Estaba furioso contra el
cantante. El resto de la función se quedó en la parte de atrás,
oculto por uno de los postes que sostenían la carpa. Desde ahí vió
como El Tuno se ensañó con una nueva víctima: un hombre joven que
iba con su novia, a quien. entre canción y canción le disparaba
algún dardo que el público celebraba con risas: “A ver cuéntanos
de tus decepciones amorosas. Ándale, te presto el micrófono para
que todos te oigan. Si tú no quieres, entonces que ella nos
platique”. Al final, le pidió perdón al muchacho “porque te
agarré de puerquito. Pero ve a que te devuelvan las entradas para
que veas que soy cuate”. Rodrigo se imaginó que todas esas burlas
podían haber sido para él.
En la
salida, la Cuqui provocó nuevas risas cuando repitió en voz alta
que ni loca. Los amigos se burlaron de la huida de Rodrigo y esa
noche nació el famoso grito “¡Escóndete que viene el Tuno!”
con el que durante meses lo molestaron. Él no volvió a mostrar
interés por la Cuqui ni por ninguna de las amigas que estuvieron en
la función. En las fiestas del grupo, bastaba que pusieran un disco
del Tuno para que alguien repitiera las viejas burlas.
El
antiguo enojo del doctor renació en el hospital con esos recuerdos. Ahora lo
urgente era atender al herido que agonizaba. Ya los reporteros habían
olido la nota y trataban de colarse a la sala de emergencias. El
doctor prometió mantenerlos informados a cambio de que no
estorbaran. Se sorprendió de que el Tuno fuera tan viejo, tan
chiquito y con el pelo pintado. “Lo que son las cosas -pensó-
ahora su vida está en mis manos”. No había vuelto a verlo desde
aquella tarde en Guadalajara a pesar de que el Tuno se volvió famoso
en la televisión. Siguió haciendo
bromas pesadas con el público de los cabaretes y algunas de sus
víctimas iracundas llegaron a amenazarlo públicamente.
Cuando
Rodrigo era estudiante de la facultad de Medicina de la UNAM, sus
compañeras lo consideraban buen partido y se lo disputaban. Les
admiraba su sangre fría para sacrificar a los perros en los que
practicaban cirugía. Logró muchas conquistas de una noche pero no
se comprometía con ninguna. Poco a poco, como a los gatos ariscos,
lo fue seduciendo una morenita que venía de Chihuahua, con quien se
casó después de graduarse. Para entonces, el Tuno ya cantaba en el
Café Copacabana, no lejos del apartamento de los recién casados.
“Vamos a verlo, a mí me gustan sus canciones”, dijo la esposa.
Él contestó que el tipo era un payaso, que no cantaba bien y que a
él no le gustaban esa música. Ante la vehemencia del rechazo, ella
no insistió ni volvió a comprar discos de boleros. Muchas veces, él
la hacía reír cuando imitaba el estilo de los cantantes para decir
cursilerías.
Con
los años, El Tuno se volvió casi desconocido. A veces Rodrigo veía
que lo anunciaban en alguna “caravana cultural” o como parte de
presentaciones colectivas entre malabaristas, cómicos y
encueratrices. Se olvidó de él hasta que lo reconoció en el área
de urgencias.
En el
noticiero de la televisión se enteró de que dos desconocidos
tocaron a su puerta y cuando abrió le dispararon. Reconoció las
tomas del hospital y luego su propia imagen declarando a los
reporteros que hizo todo lo posible, pero que el paciente murió
porque había perdido mucha sangre. Lo dijo sin parpadear ni desviar
la mirada. La policía especuló que se trataba de una venganza de
narcotraficantes por deudas no pagadas, o que se había metido con la
esposa de algún político. Rodrigo prefiere pensar que lo mandó
matar una de sus víctimas. Le gusta la idea de haber sido un
cómplice secreto de quien hizo la parte sucia del trabajo que él
terminó en el hospital, en el nombre de todos los puerquitos.
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