En
el puerto de Manzanillo, Colima, ya no deben quedar muchas personas que
recuerden al doctor Jorge Alatriste. Sin embargo, en otros tiempos, tenía fama
de médico milagroso. Curaba desde picaduras de alacrán hasta deseos suicidas.
Su consultorio estuvo primero en la calle de Nicolás Bravo y luego en la calle
México. Allá iban a buscarlo cuando había casos difíciles: hombres furiosos,
mujeres desesperadas o niños asustados. Él podía apaciguarlos.
Llegó
a Manzanillo en 1948 como encargado del servicio de sanidad naval de la Armada.
Era un médico recién graduado y tenía el grado de teniente de corbeta. Hay una vieja fotografía que él tomó del
puesto de salud a su cargo. Todo lo que había era una enfermería con dos
vitrinas y una cama.
En
ese tiempo, Manzanillo era poco más que dos calles encañonadas entre los
cerros, con la laguna de Cuyutlán en un extremo y el mar en el otro. Las casas
eran casi todas de madera, de dos pisos, con su balcón para tomar el fresco.
Casi en la playa, estaba la plaza
principal con palmeras, puestos de palapa y una escuela primaria.
Algunos comercios de chinos vendían los abarrotes indispensables para la vida
diaria. En el mercado se podía comprar
pescado en abundancia y un poco de carne. Las verduras eran escasas y marchitas
porque las traía el camión desde Ciudad Guzmán. Para comprar cualquier otra
cosa, tela, ropa, zapatos, había que ir a Colima.
El
doctor Alatriste era entonces un joven de cuerpo atlético. Usaba un bigote
negro y tupido, recortado al estilo de los años cuarenta. Las fotografías de esa época nos muestran a
un hombre sonriente y fortachón, que practica posiciones de yogui en las playas
de La Audiencia, de Yates o de las Hadas.
Se
propuso vivir para siempre cerca del mar. Perdió algunas promociones en la
Armada por no querer salir de Manzanillo. Solo muchos años después, jubilado,
viudo y con diabetes, se resignó a vivir lejos del mar.
Su
esposa Carmelita, en cambio, no perdía la esperanza de regresar a la Ciudad de
México y volver a ejercer su profesión de bióloga. El calor del puerto la
agobió toda su vida y no le gustaba nadar en el mar.
Se
entiende que el doctor no quisiera salir de Manzanillo. A él sí le gustaba
nadar. Con sus aletas, se alejaba de la playa hasta que los turistas lo perdían
de vista y se alarmaban. Cuando regresaba, bromeaba con quienes le reprochaban
haber ido tan lejos.
Los
domingos, salía con sus amigos a bucear
en las bahías de Manzanillo y de Santiago. Se iban temprano en una lancha hasta
la roca del Elefante o más allá. Cuando tenía oportunidad, navegaba en los
barcos de guerra: el Querétaro y el Potosí. En uno de esos viajes, visitó la
isla Socorro. Ahí buceó y perdió el miedo a los tiburones
Dadas
las limitaciones de la enfermería, la Armada rentaba un quirófano del hospital
de la Secretaría de Salubridad cuando tenía que hacer cirugía. Operaba a las
seis de la mañana porque luego ya no se podía con el calor. Después, le tocó
coordinar el primer Hospital de Marina en el puerto; estaba en un ala rentada
al Hospital de la Secretaría de Salubridad. Ahora hay un gran hospital de la
Armada en Las Brisas. En ese hospital murió Carmelita en 1994.
Cuando
llegaron a Manzanillo, recién casados, les asignaron una casa en la zona naval.
Ahí vivieron hasta que el gran ciclón de 1959 la destruyó totalmente. Sólo
quedó el baño de mampostería en el que se refugiaron con su hija Patricia. Ese
27 de Octubre, murieron más de mil personas. Los siguientes días, el doctor
tuvo que ir a atender a los damnificados. Patricia recuerda que se iba en
helicóptero temprano y regresaba hasta casi la noche. No olvidaba llevar su
cámara. Las fotografías que tomó desde el aire, muestran la magnitud del
desastre.
La
cámara del doctor Alatriste registró la historia del puerto de Manzanillo. Su
crecimiento desde ser un lugar agreste y remoto hasta ser un puerto de altura y
centro de atracción turística. Captó los terremotos, los huracanes, los
incendios, los barcos hundidos, los desfiles, los bailes en el club de leones y
las reinas de belleza que ya nadie reconoce. Todo está en miles de fotografías
que tomó.
En
1962 fue designado como médico a bordo en un viaje de prácticas que visitaría
varios puertos de centroamérica. Le encargaron seleccionar a los oficiales que
irían en el viaje. "¿A usted le gusta beber?" preguntaba a los candidatos. A quienes le
respondían que no, los descartaba. "Quiero que sepan tomar -explicaba-
porque en las recepciones nos ofrecerán mucho alcohol y ni modo que los
mexicanos se emborrachen; deben aguantar el paso de los marinos centroamericanos."
Durante
el viaje, uno de los guardiamarinas enfermó de apendicitis aguda y había que
operarlo. Pero el barco no tenía quirófano ni equipo adecuado. El doctor estaba
dispuesto a operar con lo que hubiera disponible, pero no faltaba mucho para
llegar a Panamá y decidieron esperar. Cuando llegaron, obtuvieron permiso para
que él hiciera la cirugía en el hospital naval norteamericano de la zona. Siempre
habló con admiración del equipo del hospital y del médico norteamericano que lo
ayudó en la operación.
Filmó
una película de ocho milímetros que lo mostraba fumando su pipa en la cubierta
del barco cuando partió rumbo a centroamérica.
La película mostraba también, con poca prudencia, a una muchacha panameña a la que le gustaron
los modos del médico mexicano. Quién sabe si cuando seleccionó a la
tripulación, había alguna pregunta referente a las muchachas que los marineros
dejan en los puertos.
Muchos
años después, cuando el doctor se quedó solo y andaba desamparado como náufrago,
habló de volver a navegar; y quizá ¿por qué no? visitar Panamá que es tan
bonita.
El
lenguaje de los marineros le ayudaba a pensar en tierra. Ante situaciones
inciertas, navegaba al pairo -ir despacio y con precaución- o capeaba el temporal.
Si algo se perdía sin remedio, se había ido por ojo. Los autobuses y los coches
tenían babor y estribor. Cuando iba a manejar en viajes largos, se ponía su uniforme caqui de faena y
acomodaba con precisión todas las maletas y bolsas porque en los submarinos hay
que aprovechar muy bien el espacio. Al
llegar, anotaba la singladura en la bitácora que traía siempre en la guantera
del coche.
El
lenguaje de las emociones humanas le servía para describir el mar que era lábil
y podía enfurecerse, seducir, traicionar
o amar a los marineros.
Hablaba
con mucho afecto del Almirante Carrera quien fue su comandante de zona muchos
años. Carrerita -así le decía- consideraba que las esposas de los oficiales
navales también estaban bajo sus órdenes y las organizaba para que prepararan
las cenas de navidad y las celebraciones de los marinos.
Con
menos estima recordaba al almirante Lang que quería trasladarlo a otra zona
naval en el sureste. El doctor tuvo que echar mano de todos los recursos
legales a su alcance para quedarse en Manzanillo.
Se
jubiló de la Armada con el grado de Almirante. Ya libre de obligaciones, él y
Carmelita vivían en Morelia durante los
meses más calurosos. Pero regresaban a Manzanillo a pasar el Invierno. Cuando
enviudó, se mudó definitivamente a Morelia donde murió en 1998. Volvió a
navegar en un buque de guerra con todos los honores correspondientes a su rango.
Desde la cubierta del buque, Patricia arrojó sus cenizas a la bahía de
Manzanillo.
Puebla, Pue. Marzo, 2014.
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