Ya era
noche cuando Margarita llegó a mi oficina. La mascada que ocultaba
su cara era insuficiente para disimular la hinchazón. Me pidió
ayuda porque su marido estaba borracho y la había golpeado.
Me
miró expectante a través de la rendija de sus ojos. En voz baja me
dió sus datos generales y apenas pudo contener el llanto cuando
aceptó quedarse esa misma noche en el refugio a mi cargo. Su ropa
tenía algunas desgarraduras y tierra pegada. Excepto por un pequeño
monedero, no traía nada más.
Durante
el viaje al refugio, sollozaba en el asiento trasero del coche.
Miraba por la ventana como para saber dónde estábamos. Luego me
confesó que tuvo miedo cuando la llevaba por esa brecha oscura. Allá
vamos, le dije, es aquella granja.
Las
residentes la recibieron con alborto. La rodearon, la tocaron y la
abrazaron. Ella se dejó hacer y daba las gracias. La mascada cayó
de su cara. "¡Mira nada más!" Parecía un boxeador
derrotado. Ella bajó la cabeza avergonzada. Quería taparse con las
manos pero no la dejaron.
Al
tercer día, cuando regresé a hablar con ella para hacer mi informe,
la habían maquillado para disimular los golpes y le prestaron un
vestido rojo entallado. Me pareció como esas plantas que florecen de
un dia para el otro. Cuando la saludé, sonrió. Me contó su
historia en varias sesiones, con muchos más detalles y confidencias
de los que yo necesitaba. Eso me gustó y le hice más preguntas de
las que estaban en el formulario. Descubrí que Margarita era mucho
más atractiva de lo que me pareció al principio.
Vivía
en la parte alta del taller del Flaco, como le decían a su marido
los motociclistas que todo el día pasaban por ahí. A la hora de
cerrar, y a veces antes, se echaban unos tragos de aguardiente y no
faltaba quien trajera marihuana. En ocasiones se les pasaba la mano.
Me
contó que desde que era muchacha le había gustado ese flaco bigotón
que la rondaba en su Harley con el escape abierto y la llevaba a
pasear por la carretera. Era amable y cariñoso, la hacía reír con
sus ocurrencias y la convenció de irse a vivir con él a los altos
del taller. Al principio estaba contenta, pero una noche él se
emborrachó y exigió que le diera de cenar. Ella, que ya se había
acostado, se negó. Él quiso levantarla a la fuerza y, como se
resistió, empezó a golpearla en la cara y en la espalda.
Cuando
él vio sus lágrimas lloró también y le pidió perdón. Le dijo
que la quería pero lo había hecho enojar. Ella aceptó su culpa por
no haberse levantado. Esa noche hicieron el amor y durmieron
abrazados. Entre susurros le pidió que no le volviera a pegar y él
prometió que no lo haría.
La
escena se repitió varias veces. Margarita pensaba que era
responsable por no esperar al Flaco para darle de cenar cuando se
emborrachaba en el taller con sus amigos. Cuando me lo dijo, en el
refugio, mostró señales de arrepentimiento por no ser buena esposa.
Luego bajó la vista, se acomodó la falda y siguió su relato.
"Esto
sí me da mucha pena, licenciado. Una noche subió el Flaco con uno
de sus compadres que siempre se me quedaba mirando. Yo nunca le di
motivo. Ahí estaban los dos, marihuanos. El flaco me dijo que era su
amigo sincero, con quien no tiene secretos y quién sabe cuántas
cosas más. Que quería que yo... me da vergüenza... Me dijo que si
lo quería, entonces le hiciera yo el favor de acostarme con su
amigo; que ya se había comprometido y las promesas se cumplen. Yo,
licenciado, vi que se empezaba a enojar y no quise que me pegara
delante del fulano. Así que le dije que bueno, que estaba bien. Ni
crea usted que yo sentí nada. Nomás quería que acabara y se
largara. Al otro día le dije que no lo volviera a hacer, que qué
cosa era eso de yo me metiera en la cama con otros. Dijo que sí, que
tenía yo razón, que no le gustaba pero que había que hacer algo
por los amigos.
"A
la siguiente semana volvió a subir el flaco, ahora con otro. Me dió
las mismas razones y, para no hacerlo enojar, le dije que bueno.
Luego a la siguiente subió otro amigo solo y me dijo que el Flaco le
había dado permiso. Éstos ya agarraron camino, pensé, y le dije
que no. Que yo no era de esas. Se fue y regresó con el Flaco, quien
empezó a pegarme y a decirme groserías. Fue la noche que llegué
con usted, licenciado... A ver si ya aprende a no prestarme como si
fuera yo un trapo para limpiar. Los golpes puedo aguantarlos porque,
ni modo, soy mujer. Pero no me gusta meterme a la cama con sus amigos
borrachos que se ponen como perros... Ahora ya sabe qué clase de
mujer soy."
¿Había
coquetería en su forma de mirarme cuando dijo esto último?
Otro
día me contó cómo había desconfiado de mí la noche que la llevé
al refugio. Se reía como si ahora le pareciera un temor absurdo. Me
dijo que esa primera noche no durmió sino que pensó en el Flaco y
en su casa. Él es bueno, se decía, lo malo es cuando toma y fuma.
Toda la noche se preocupó por lo que haría el Flaco cuando ella
regresara.
“En
la mañana vinieron Gudelia y la Güera a curarme. Cuando me bañé
vieron todos los moretones en mi cuerpo desnudo. Usted no los puede
ver, licenciado. La Güera me dijo que todos lo moretones se me iban
a quitar, que ella y Gudelia habían llegado peor que yo. Ahora se
veían tan contentas. Me prestaron ropa limpia, me peinaron y me
pusieron algo de polvos para tapar los golpes en la cara. Frente al
espejo empezamos a reírnos y nos hicimos amigas”
Al
segundo día pidió permiso para usar el teléfono del refugio.
Quería hablar con el Flaco. Dijo que necesitaba decirle algunas
cosas urgentes. No se podía prestar el teléfono, pero ella no se
resignó.
Un
sábado, día de salida, Margarita se fue muy arreglada con las otras
residentes a pasear por la ciudad. En algún momento se escapó y
llamó al taller para explicarle al Flaco que estaba en el refugio
curándose de la golpiza. Le repitió que sí lo quería, pero que no
le gustaban sus amigos. A pesar de que él insistió, no le dijo
dónde estaba en ese momento por temor a que fuera en su moto a
recogerla, pero quedó de volver a llamarlo el siguiente sábado.
El
lunes temprano hubo mucho ruido en la oficina porque llegó el Flaco
a exigir que le devolvieran a su mujer. “¿Y para que la quiere
usted? -le grité- ¿para seguir golpéandola y prestándola a sus
amigos?” Entrecerró los ojos y me miró fijamente, como si
quisiera saber con quién trataba y cuánto sabía yo. Me disgustaba
más que cualquiera de los otros maridos con quienes había yo
hablado. Me enojaba que maltratara a Margarita y que ella siguiera
enamorada de él. Ahora me daba cuenta de que ella me atraía, que
siempre que la veía, fantaseaba con meterme a la cama con ella.
Eché
al Flaco con la advertencia de que Margarita se quedaría todo el
tiempo que ella quisiera. Creí ver una sonrisa bajo su bigote cuando
le dije que no podría hablar con ella por teléfono.
Apresuré
mi siguiente visita al refugio.
-¿Qué
le pareció el Flaco, ahora que lo conoció? Aunque no sea su amigo,
le puede ayudar cuando quiera usted comprarse una moto.
-No,
Margarita. La moto es muy peligrosa.
-Tiene
usted que saber manejarla bien, con cuidado. Debería intentarlo. Yo
sí sé cómo.
Hizo
un amplio ademán de manejar una moto, rozó mi brazo y mis manos,
que no retiré. ¿Buscó el contacto o fue causalidad?
Ahí
estaba, a mi alcance. Podría yo estirar mi mano, acomodarle el
cabello y acariciar su mejilla de durazno. Cualquiera que viera
nuestras risas y mis movimientos habría adivinado cuánto me gustaba
estar con ella. “Más vale que te contengas -me dije- bonito
escándalo armarían los periódicos si olieran que el responsable
del refugio tiene amoríos con las mujeres a su cuidado. Tal vez
alguien haya notado tu preferencia por Margarita, y el asunto sea ya
un chisme general. Compórtate como funcionario a cargo”
A las
cuatro semanas, Margarita se quejó conmigo porque se aburría en el
refugio. El Flaco, por teléfono, le había dicho que la quería, que
ya no le iba a pegar ni a mandarle a sus amigos. Ella quería verlo a
la cara para saber si era sincero.
-Me
dijo que ya no lo va a hacer, que lo perdone y regrese. Ya lo
extraño, licenciado, y quiero estar con él. ¿Usted que cree?
-No te
vayas, Margarita. Quédate aquí mientras encuentras una nueva vida
en la que seas más feliz. Yo...
-¿A
qué me quedo? Aquí estamos como monjas. Usted hace lo suyo y ya
tiene su vida.
-No te
puedo retener aunque quiera. Aquí no es cárcel... ni convento.
-Convento,
yo creo que sí y usted es el padrecito.
-¡Ay,
Margarita! El Flaco no va cambiar.
-Por
eso quiero verlo, para ver si es verdad lo que dice. Déjeme hablar
con él, como un favor especial. Sea bueno conmigo.
Tomó
mi mano y la retuve. Sentí sus uñas en mis palmas. Nuestros dedos
se entrelazaron. Con sus nudillos toqué mi cara y mis labios. Nos
miramos y para los dos fue claro que nuestros mundos se habían
tocado por un instante pero ya se separaban. Entonces aflojé para
que cada quien siguiera su camino.
Al día
siguiente no hubo manera de retenerla. Gudelia y la Güera le
organizaron una despedida y le echaron porras como si fuera a
casarse. Se me colgó del brazo cuando se la entregué al Flaco. Iba
con su vestido rojo y los labios muy pintados. Desde el asiento de la
Harley me lanzó un beso. Se pegó a la espalda del flaco que
aceleraba y, muy sonriente, me dijo adiós.
Noviembre, 2014.