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sábado, 20 de diciembre de 2014

El correo electrónico (cuento)


-¡Poncho, Poncho! No puedo abrir el correo. Me llamó la comadre para decirme que mandó las fotos del bautizo de sus nietos y quiero verlas, pero la computadora no me deja. Es una lata. Ya hice todo lo que Ponchito me enseñó y de todos modos no se puede. Esta computadora ya está vieja. Se queda pasmada. Yo necesito una con la letra más grande.

Después de tantos años de casados, Lupita seguía creyendo que Poncho podía resolver cualquier problema. Si no lo hacía era sólo por su mal carácter. Si Poncho declaraba que no podía eliminar al mosquito nocturno que zumbaba en la recámara, es que ya no la quería. Si la olla exprés fallaba y Poncho no averiguaba por qué, era por sus ganas de fastidiarla. Por eso Lupita prefería la ayuda de su hijo y le guardaba los problemas para el fin de semana que venía de visita. Desgraciadamente, Ponchito se parecía cada vez más a Poncho grande y, por pura flojera, alegaba que no sabía cómo hacer lo que su madre deseaba.
 -¡Ya, ya voy!- gritó Poncho.
-Lo que pasa es que no me enseñaste bien lo del correo.

En realidad Poncho arreglaba la mayoría de los problemas de la computadora con dos remedios: o la reiniciaba o la apagaba hasta el día siguiente. Si nada servía, también esperaba a Ponchito. Ahora, mientras observaba la pantalla, Lupita le platicaba todos los síntomas como si él fuera un doctor.

-Siempre sale un letrerito pero ahora no. Le picas y ya te muestra los archivos o lo que quieras. Ponchito me dijo que le picara aquí, pero mira, le pico y no pasa nada... ¡Oh, ya se borró todo! ¿Qué pasó?
-No sé.
-¿Pues no que tú sabías? ¿Sabes qué hacer o no?
-Voy a reiniciarla.
-Eso va a tardar. Voy a la cocina y me avisas cuando ya esté.
-Necesito tu clave del correo.
-Ya te la dije desde el otro día, pero no te fijas en lo que digo.

Después de que Poncho reinició la computadora, pudo abrir el mensaje de la comadre.

-Ya están las fotos. Ven para que te explique cómo verlas.
-No puedo ir. Estoy con el horno. ¿No puedes esperarme tantito?
Poncho lamentó el día que le abrió una cuenta de correo a su mujer y la animó a comunicarse con sus amigas. Ahora lamentaría también haber leído el mensaje de la comadre, pero no tenía nada más que hacer. "Pobre de ti. Te compadezco por todo lo que me dices de Poncho. Así estaba de chocho mi marido: cascarrabias y cada día con una nueva necedad. No sabes cuánto he descansado desde que enviudé y, sobre todo, lo bien que duermo. Verás que tus oraciones serán atendidas y pronto el Señor lo llamará a su lado"

En ese momento, Lupita apareció con un plato de galletas tibias y olorosas que puso al alcance de Poncho. "Estaba enojada -pensó Poncho- y ahora me trae galletas. Ella no las ha probado. Es claro que quiere que yo las coma todas para que me enferme".

-¿Qué le hiciste a la compu que ya funcionó? Explícame por si vuelve a pasar.
-Nada más la reinicié.
-¿Por qué conmigo no quería?
-No sé.
-¡Caramba, contigo! Así te voy a decir cuando me preguntes algo.

Mientras se acomoda para mirar las fotos, Lupita comenta que ya se le acabó el veneno para ratones y le pide a Poncho que compre un paquete grande. Le acerca más el plato de galletas y él sólo aprieta los dientes. Ella lee el correo de su amiga.

-La comadre te manda saludos...Dice que le recuerdas al compadre... Yo creo que se siente sola... especialmente en las noches. ¿Quieres que le diga algo de tu parte?
-Dile que estoy peor, que ojalá le den pesadillas y que venga el compadre a jalarle los pies y a despeinarla.

Avienta las galletas y las pisotea una por una hasta pulverizarlas.

-Y tú te vas a quedar con las ganas aunque reces todo el día.
-¿Con cuáles ganas me voy a quedar? Las galletas eran para ti.
-Yo nunca he visto ratones en la casa.

El siguiente fin de semana, Lupita le pidió a su hijo que cambiara la clave de su correo.

lunes, 15 de diciembre de 2014

MARGARITA (Cuento)

Ya era noche cuando Margarita llegó a mi oficina. La mascada que ocultaba su cara era insuficiente para disimular la hinchazón. Me pidió ayuda porque su marido estaba borracho y la había golpeado.
Me miró expectante a través de la rendija de sus ojos. En voz baja me dió sus datos generales y apenas pudo contener el llanto cuando aceptó quedarse esa misma noche en el refugio a mi cargo. Su ropa tenía algunas desgarraduras y tierra pegada. Excepto por un pequeño monedero, no traía nada más.
Durante el viaje al refugio, sollozaba en el asiento trasero del coche. Miraba por la ventana como para saber dónde estábamos. Luego me confesó que tuvo miedo cuando la llevaba por esa brecha oscura. Allá vamos, le dije, es aquella granja.
Las residentes la recibieron con alborto. La rodearon, la tocaron y la abrazaron. Ella se dejó hacer y daba las gracias. La mascada cayó de su cara. "¡Mira nada más!" Parecía un boxeador derrotado. Ella bajó la cabeza avergonzada. Quería taparse con las manos pero no la dejaron.
Al tercer día, cuando regresé a hablar con ella para hacer mi informe, la habían maquillado para disimular los golpes y le prestaron un vestido rojo entallado. Me pareció como esas plantas que florecen de un dia para el otro. Cuando la saludé, sonrió. Me contó su historia en varias sesiones, con muchos más detalles y confidencias de los que yo necesitaba. Eso me gustó y le hice más preguntas de las que estaban en el formulario. Descubrí que Margarita era mucho más atractiva de lo que me pareció al principio.
Vivía en la parte alta del taller del Flaco, como le decían a su marido los motociclistas que todo el día pasaban por ahí. A la hora de cerrar, y a veces antes, se echaban unos tragos de aguardiente y no faltaba quien trajera marihuana. En ocasiones se les pasaba la mano.
Me contó que desde que era muchacha le había gustado ese flaco bigotón que la rondaba en su Harley con el escape abierto y la llevaba a pasear por la carretera. Era amable y cariñoso, la hacía reír con sus ocurrencias y la convenció de irse a vivir con él a los altos del taller. Al principio estaba contenta, pero una noche él se emborrachó y exigió que le diera de cenar. Ella, que ya se había acostado, se negó. Él quiso levantarla a la fuerza y, como se resistió, empezó a golpearla en la cara y en la espalda.
Cuando él vio sus lágrimas lloró también y le pidió perdón. Le dijo que la quería pero lo había hecho enojar. Ella aceptó su culpa por no haberse levantado. Esa noche hicieron el amor y durmieron abrazados. Entre susurros le pidió que no le volviera a pegar y él prometió que no lo haría.
La escena se repitió varias veces. Margarita pensaba que era responsable por no esperar al Flaco para darle de cenar cuando se emborrachaba en el taller con sus amigos. Cuando me lo dijo, en el refugio, mostró señales de arrepentimiento por no ser buena esposa. Luego bajó la vista, se acomodó la falda y siguió su relato.
"Esto sí me da mucha pena, licenciado. Una noche subió el Flaco con uno de sus compadres que siempre se me quedaba mirando. Yo nunca le di motivo. Ahí estaban los dos, marihuanos. El flaco me dijo que era su amigo sincero, con quien no tiene secretos y quién sabe cuántas cosas más. Que quería que yo... me da vergüenza... Me dijo que si lo quería, entonces le hiciera yo el favor de acostarme con su amigo; que ya se había comprometido y las promesas se cumplen. Yo, licenciado, vi que se empezaba a enojar y no quise que me pegara delante del fulano. Así que le dije que bueno, que estaba bien. Ni crea usted que yo sentí nada. Nomás quería que acabara y se largara. Al otro día le dije que no lo volviera a hacer, que qué cosa era eso de yo me metiera en la cama con otros. Dijo que sí, que tenía yo razón, que no le gustaba pero que había que hacer algo por los amigos.
"A la siguiente semana volvió a subir el flaco, ahora con otro. Me dió las mismas razones y, para no hacerlo enojar, le dije que bueno. Luego a la siguiente subió otro amigo solo y me dijo que el Flaco le había dado permiso. Éstos ya agarraron camino, pensé, y le dije que no. Que yo no era de esas. Se fue y regresó con el Flaco, quien empezó a pegarme y a decirme groserías. Fue la noche que llegué con usted, licenciado... A ver si ya aprende a no prestarme como si fuera yo un trapo para limpiar. Los golpes puedo aguantarlos porque, ni modo, soy mujer. Pero no me gusta meterme a la cama con sus amigos borrachos que se ponen como perros... Ahora ya sabe qué clase de mujer soy."
¿Había coquetería en su forma de mirarme cuando dijo esto último?
Otro día me contó cómo había desconfiado de mí la noche que la llevé al refugio. Se reía como si ahora le pareciera un temor absurdo. Me dijo que esa primera noche no durmió sino que pensó en el Flaco y en su casa. Él es bueno, se decía, lo malo es cuando toma y fuma. Toda la noche se preocupó por lo que haría el Flaco cuando ella regresara.
En la mañana vinieron Gudelia y la Güera a curarme. Cuando me bañé vieron todos los moretones en mi cuerpo desnudo. Usted no los puede ver, licenciado. La Güera me dijo que todos lo moretones se me iban a quitar, que ella y Gudelia habían llegado peor que yo. Ahora se veían tan contentas. Me prestaron ropa limpia, me peinaron y me pusieron algo de polvos para tapar los golpes en la cara. Frente al espejo empezamos a reírnos y nos hicimos amigas”
Al segundo día pidió permiso para usar el teléfono del refugio. Quería hablar con el Flaco. Dijo que necesitaba decirle algunas cosas urgentes. No se podía prestar el teléfono, pero ella no se resignó.
Un sábado, día de salida, Margarita se fue muy arreglada con las otras residentes a pasear por la ciudad. En algún momento se escapó y llamó al taller para explicarle al Flaco que estaba en el refugio curándose de la golpiza. Le repitió que sí lo quería, pero que no le gustaban sus amigos. A pesar de que él insistió, no le dijo dónde estaba en ese momento por temor a que fuera en su moto a recogerla, pero quedó de volver a llamarlo el siguiente sábado.
El lunes temprano hubo mucho ruido en la oficina porque llegó el Flaco a exigir que le devolvieran a su mujer. “¿Y para que la quiere usted? -le grité- ¿para seguir golpéandola y prestándola a sus amigos?” Entrecerró los ojos y me miró fijamente, como si quisiera saber con quién trataba y cuánto sabía yo. Me disgustaba más que cualquiera de los otros maridos con quienes había yo hablado. Me enojaba que maltratara a Margarita y que ella siguiera enamorada de él. Ahora me daba cuenta de que ella me atraía, que siempre que la veía, fantaseaba con meterme a la cama con ella.
Eché al Flaco con la advertencia de que Margarita se quedaría todo el tiempo que ella quisiera. Creí ver una sonrisa bajo su bigote cuando le dije que no podría hablar con ella por teléfono.
Apresuré mi siguiente visita al refugio.
-¿Qué le pareció el Flaco, ahora que lo conoció? Aunque no sea su amigo, le puede ayudar cuando quiera usted comprarse una moto.
-No, Margarita. La moto es muy peligrosa.
-Tiene usted que saber manejarla bien, con cuidado. Debería intentarlo. Yo sí sé cómo.
Hizo un amplio ademán de manejar una moto, rozó mi brazo y mis manos, que no retiré. ¿Buscó el contacto o fue causalidad?
Ahí estaba, a mi alcance. Podría yo estirar mi mano, acomodarle el cabello y acariciar su mejilla de durazno. Cualquiera que viera nuestras risas y mis movimientos habría adivinado cuánto me gustaba estar con ella. “Más vale que te contengas -me dije- bonito escándalo armarían los periódicos si olieran que el responsable del refugio tiene amoríos con las mujeres a su cuidado. Tal vez alguien haya notado tu preferencia por Margarita, y el asunto sea ya un chisme general. Compórtate como funcionario a cargo”
A las cuatro semanas, Margarita se quejó conmigo porque se aburría en el refugio. El Flaco, por teléfono, le había dicho que la quería, que ya no le iba a pegar ni a mandarle a sus amigos. Ella quería verlo a la cara para saber si era sincero.
-Me dijo que ya no lo va a hacer, que lo perdone y regrese. Ya lo extraño, licenciado, y quiero estar con él. ¿Usted que cree?
-No te vayas, Margarita. Quédate aquí mientras encuentras una nueva vida en la que seas más feliz. Yo...
-¿A qué me quedo? Aquí estamos como monjas. Usted hace lo suyo y ya tiene su vida.
-No te puedo retener aunque quiera. Aquí no es cárcel... ni convento.
-Convento, yo creo que sí y usted es el padrecito.
-¡Ay, Margarita! El Flaco no va cambiar.
-Por eso quiero verlo, para ver si es verdad lo que dice. Déjeme hablar con él, como un favor especial. Sea bueno conmigo.
Tomó mi mano y la retuve. Sentí sus uñas en mis palmas. Nuestros dedos se entrelazaron. Con sus nudillos toqué mi cara y mis labios. Nos miramos y para los dos fue claro que nuestros mundos se habían tocado por un instante pero ya se separaban. Entonces aflojé para que cada quien siguiera su camino.
Al día siguiente no hubo manera de retenerla. Gudelia y la Güera le organizaron una despedida y le echaron porras como si fuera a casarse. Se me colgó del brazo cuando se la entregué al Flaco. Iba con su vestido rojo y los labios muy pintados. Desde el asiento de la Harley me lanzó un beso. Se pegó a la espalda del flaco que aceleraba y, muy sonriente, me dijo adiós.

Noviembre, 2014.