Conservo en algún cajón, un 'teclado para pies' que construí para los niños y adultos con parálisis cerebral. Es una de las varias 'cajitas michoacanas' que hice. Les decíamos así porque para fabricarlos, usaba yo las cajitas de madera que le venden a los turistas en los mercados de artesanía de Michoacán. Les añadía botones, algunos componentes electrónicos y un cable para conectarlos con la computadora.
En 1989, la película 'My left foot' mostraba cómo un paralítico podía comunicarse señalando las letras de un tablero con el pie. Antes, en 1979, se había publicado un libro sobre Gaby Brimmer cuya inteligencia estaba atrapada en un cuerpo inmovil. Ella también se comunicaba señalando letras con el pie. Pensé que una computadora sería muy útil para quienes no pueden moverse.
En Morelia contacté a los miembros de la Asociación pro Personas con Parálisis Cerebral, APAC, para convencerlos de la posibilidad de usar la computadora en vez de los tableros de letras. Habían intentado usarlas pero los niños rompían los teclados con sus movimientos bruscos. Empecé a trabajar en el consultorio con algunos clientes paralíticos. Construí las cajitas michoacanas y elaboré programas educativos y para comunicación. Bastaba tener control voluntario sobre un movimiento, por limitado que fuera, para usar la computadora.
Desarrollé un programa para hablar con ayuda de la computadora. Los mensajes estaban pregrabados y se debía escoger cuál decir. Para seleccionar el mensaje, se usaba la cajita michoacana que se podía operar con el pie o con la cabeza. Me hacía un poco de gracia oír mi propia voz expresando los deseos de otra persona.
Años después, los programas educativos me sirvieron para crear un laboratorio de educación especial en la Universidad de Tlaxcala. Mis nietos alcanzaron a utilizarlos en una vieja laptop que todavía los corre.
Con la intención de atraer posibles clientes, escribí un artículo para el periódico sobre esa tecnología. El resultado accidental fue que me convertí en colaborador semanal de la página editorial de La Voz de Michoacán.
jueves, 6 de marzo de 2014
miércoles, 5 de marzo de 2014
Notas morelianas, 4: paradoja del desempleo
Fuimos a Morelia confiando en que mi currículo académico me abriría las puertas de un buen empleo. Si eso fallaba, mi experiencia como psicólogo infantil me serviría para aclientelar un consultorio. Aunque trabajé en la docencia universitaria, sólo fue por horas frente al pizarrón según la demanda de cada semestre. También tuve un consultorio de problemas infantiles que se llenaba en tiempo de exámenes y se vaciaba durante las vacaciones escolares.
Sin embargo, desde el punto de vista de desarrollo personal y profesional, mis años en Morelia fueron los mejores. Los logros de los que estoy más orgulloso son de esa época que va de 1988 a 1999. La falta de empleo fijo, el tiempo libre abundante y las necesidades educativas de los niños del consultorio, me provocaron una explosión de creatividad. Bien decían los médicos medievales que el estomago vacío favorece el pensamiento y la imaginación porque los vapores que ascienden del estomago lleno adormecen al cerebro.
Al principio, estaba yo ansioso por demostrarle a los funcionarios de la Universidad Nicolaíta mi utilidad a pesar de no ser nativo michoacano. Tomé de un libro un grupo de cuestionarios de autoaplicación para orientación vocacional y los puse en una computadora del Centro de Orientación Vocacional. La idea era que cada quien descubriera su áreas de interés y posibles profesiones.
Quienes iban al Centro en busca de orientación, se sentaban frente a la pantalla a responder los cuestionarios. Luego, de acuerdo con las respuestas, el sistema les hacía sugerencias. Un muchacho que pasó por la experiencia, terminó emocionado y me llenó de elogios y agradecimientos. Había encontrado su vocación después de un par de horas respondiendo las preguntas.
La parte más tediosa de la orientación vocacional es calificar y contabilizar las respuestas a las pruebas psicológicas. Algunas tienen más de seiscientas preguntas. Luego se transforman los resultados según las normas estadísticas, se elabora una gráfica y se interpretan los resultados. Hice programas para aplicar y calificar en computadora las pruebas más usadas. Lo único que no hacían los programas era dar los consejos. Le dejé ese trabajo a los orientadores.
Mi currículo académico no me abrió puertas pero me facilitó combinar dos habilidades separadas: mis conocimientos de programación y mi experiencia como educador de niños sordos y paralíticos. Los resultados fueron espléndidos.
Sin embargo, desde el punto de vista de desarrollo personal y profesional, mis años en Morelia fueron los mejores. Los logros de los que estoy más orgulloso son de esa época que va de 1988 a 1999. La falta de empleo fijo, el tiempo libre abundante y las necesidades educativas de los niños del consultorio, me provocaron una explosión de creatividad. Bien decían los médicos medievales que el estomago vacío favorece el pensamiento y la imaginación porque los vapores que ascienden del estomago lleno adormecen al cerebro.
Al principio, estaba yo ansioso por demostrarle a los funcionarios de la Universidad Nicolaíta mi utilidad a pesar de no ser nativo michoacano. Tomé de un libro un grupo de cuestionarios de autoaplicación para orientación vocacional y los puse en una computadora del Centro de Orientación Vocacional. La idea era que cada quien descubriera su áreas de interés y posibles profesiones.
Quienes iban al Centro en busca de orientación, se sentaban frente a la pantalla a responder los cuestionarios. Luego, de acuerdo con las respuestas, el sistema les hacía sugerencias. Un muchacho que pasó por la experiencia, terminó emocionado y me llenó de elogios y agradecimientos. Había encontrado su vocación después de un par de horas respondiendo las preguntas.
La parte más tediosa de la orientación vocacional es calificar y contabilizar las respuestas a las pruebas psicológicas. Algunas tienen más de seiscientas preguntas. Luego se transforman los resultados según las normas estadísticas, se elabora una gráfica y se interpretan los resultados. Hice programas para aplicar y calificar en computadora las pruebas más usadas. Lo único que no hacían los programas era dar los consejos. Le dejé ese trabajo a los orientadores.
Mi currículo académico no me abrió puertas pero me facilitó combinar dos habilidades separadas: mis conocimientos de programación y mi experiencia como educador de niños sordos y paralíticos. Los resultados fueron espléndidos.
lunes, 3 de marzo de 2014
Notas Morelianas, 3: La casa y el doctor Alatriste
Nuestra casa de Morelia estaba en la calle de Aristeo Mercado. La compraron mis suegros con la intención de salirse de Manzanillo, Colima, en los meses mas calurosos. Tenía "muchos cuartos y cuartitos" según dijo un amigo. Las tres generaciones familiares cabíamos y sobraban cuartos. Pero una cosa es caber bien y otra es convivir en paz. Podíamos sentarnos cómodamente a ver la televisión, pero ¿quién tiene el control remoto y decide qué ver?
La casa tenía un anexo independiente con su baño. Me gustó usarlo como estudio y lugar de trabajo con los niños a quienes atendía. Al doctor Alatriste, mi suegro, también le gustó para poner su consultorio médico. Creo que ese cuarto fue la principal razón para comprar esa casa. Yo podía usarlo en Invierno, cuando mis suegros se iban a Manzanillo. Pero en tiempo de calor, ellos venían al clima más templado de Morelia y la convivencia nos resultaba difícil.
Conocí al doctor Alatriste pocos meses después de que Patricia y yo nos hiciéramos novios en la universidad. Patricia fue su única hija. Lo primero que llamaba la atención de él era su risa fácil que a veces sonaba como si estuviera jalando aire para no asfixiarse. Tenía un bigote negro y tupido que recordaba la moda de los años 40. Había estudiado budismo y doctrinas esotéricas; le gustaba citar a los autores hinduístas y orientales. Le atraían las ciencias ocultas y algún tiempo estuvo interesado en el espiritismo. En sus últimos años, ya viudo y muy deteriorado por la diabetes, se integró a un grupo de budismo tibetano. Le entusiasmaba tanto que volvió a hacer la lucha para que Patricia y yo nos interesáramos en el tema.
Era más psicoterapeuta que médico. La sala de espera de su consultorio de Manzanillo estaba generalmente llena. Podía tardarse una hora o más con cada paciente y no era raro que salieran con lágrimas en los ojos. Siempre estaba dispuesto a dar consejos sensatos y explicaciones sobre el funcionamiento de la mente y de las emociones. Tenía fama de milagroso porque apaciguaba a los pacientes más difíciles: hombres furiosos, mujeres desesperadas y niños asustados. Venían a buscarlo cuando alguien amenazaba suicidarse.
Antes de que hubiera televisión en Manzanillo, al terminar la consulta se reunía con un grupo de seguidores a quienes apodábamos ´los brujos'. Estudiaban temas esotéricos que él explicaba. Cuando no había brujos, cogía su guitarra y divertía a la bisabuela Concha cantando tangos o boleros que terminaban en carcajadas. Después, la televisión lo absorbió. Por las mañanas dividía su tiempo entre la armada naval y el seguro social
Murió en 1998, en Morelia. Lo despidieron sus amigos con rituales tibetanos. Meses después, tiramos sus cenizas a la bahía de Manzanillo desde un barco de guerra en el que le rindieron honores de contraalmirante.
Siempre fue generoso. En los años más difíciles de nuestra vida en Morelia, cuando las hijas se habían ido a estudiar fuera y seguíamos sin ingresos suficientes, él ayudó y se hizo cargo de los gastos que nos abrumaban. En esos días el país estaba en quiebra por "el error de Diciembre" de 1994.
La casa tenía un anexo independiente con su baño. Me gustó usarlo como estudio y lugar de trabajo con los niños a quienes atendía. Al doctor Alatriste, mi suegro, también le gustó para poner su consultorio médico. Creo que ese cuarto fue la principal razón para comprar esa casa. Yo podía usarlo en Invierno, cuando mis suegros se iban a Manzanillo. Pero en tiempo de calor, ellos venían al clima más templado de Morelia y la convivencia nos resultaba difícil.
Conocí al doctor Alatriste pocos meses después de que Patricia y yo nos hiciéramos novios en la universidad. Patricia fue su única hija. Lo primero que llamaba la atención de él era su risa fácil que a veces sonaba como si estuviera jalando aire para no asfixiarse. Tenía un bigote negro y tupido que recordaba la moda de los años 40. Había estudiado budismo y doctrinas esotéricas; le gustaba citar a los autores hinduístas y orientales. Le atraían las ciencias ocultas y algún tiempo estuvo interesado en el espiritismo. En sus últimos años, ya viudo y muy deteriorado por la diabetes, se integró a un grupo de budismo tibetano. Le entusiasmaba tanto que volvió a hacer la lucha para que Patricia y yo nos interesáramos en el tema.
Era más psicoterapeuta que médico. La sala de espera de su consultorio de Manzanillo estaba generalmente llena. Podía tardarse una hora o más con cada paciente y no era raro que salieran con lágrimas en los ojos. Siempre estaba dispuesto a dar consejos sensatos y explicaciones sobre el funcionamiento de la mente y de las emociones. Tenía fama de milagroso porque apaciguaba a los pacientes más difíciles: hombres furiosos, mujeres desesperadas y niños asustados. Venían a buscarlo cuando alguien amenazaba suicidarse.
Antes de que hubiera televisión en Manzanillo, al terminar la consulta se reunía con un grupo de seguidores a quienes apodábamos ´los brujos'. Estudiaban temas esotéricos que él explicaba. Cuando no había brujos, cogía su guitarra y divertía a la bisabuela Concha cantando tangos o boleros que terminaban en carcajadas. Después, la televisión lo absorbió. Por las mañanas dividía su tiempo entre la armada naval y el seguro social
Murió en 1998, en Morelia. Lo despidieron sus amigos con rituales tibetanos. Meses después, tiramos sus cenizas a la bahía de Manzanillo desde un barco de guerra en el que le rindieron honores de contraalmirante.
Siempre fue generoso. En los años más difíciles de nuestra vida en Morelia, cuando las hijas se habían ido a estudiar fuera y seguíamos sin ingresos suficientes, él ayudó y se hizo cargo de los gastos que nos abrumaban. En esos días el país estaba en quiebra por "el error de Diciembre" de 1994.
domingo, 2 de marzo de 2014
Notas morelianas, 2: Los primeros años
Cuando llegamos a Morelia, la vieja casa de los abuelos Hinojosa estaba casi escondida entre edificios y comercios. Habían pasado unos veinticinco años desde el último gran acontecimiento familiar que fueron las bodas de oro de los papás grandes. Tíos y tías con sus hijos, que eramos más de cien, nos reunimos para celebrar y desfilamos por el pasillo de la iglesia donde fue la misa solemne. Quienes vivían allá tuvieron que alojar a quienes íbamos de fuera. A mis hermanos y a mí nos tocó dormir en la alfombra de la sala de tía Concha.
La vida moreliana fue buena en casi todo. La ciudad es pequeña, hay actividad cultural y la gente es amable. Se puede uno dedicar al estudio, a la música, a la escritura, o a la convivencia con buenos amigos. Lo difícil es tener un ingreso que permita vivir sin angustias. Esto fue lo que doce años después de llegar, agotado nuestro patrimonio, nos hizo salir. Casi no hay industrias y no es fácil saber de qué vive la ciudad. La opinión general es que Morelia vivía de la burocracia, de los estudiantes que atrae la universidad, del comercio y de los dólares que envían los migrantes. Mucha gente decía que era una ciudad de doctores y notarios.
Al llegar a Morelia, teníamos la esperanza de que obtendría yo un trabajo fijo en la Universidad Nicolaíta. Pero no fue así. Después de los primeros dos años allá tuvimos que decidir entre regresar a México o renunciar a la UNAM. Preferimos quedarnos a hacer la lucha.
Yo no tenía la cualidad curricular más importante para ser contratado en la universidad o en el gobierno: ser michoacano de nacimiento. Cuando van a contratar a alguien que no es de allí, inmediatamente surge la pregunta ¿qué no hay ningún michoacano que pueda hacer este trabajo? Contestar que no es tomado casi como traición.
Aprendimos a disimular nuestro origen fuereño cuando la gente nos preguntaba. Hasta cambiamos las placas de los coches para que no delataran que veníamos del DF. "Mi familia es de aquí -decía yo- aunque hemos vivido en México, en Puebla y aun en los Estados Unidos"
Nada era mentira.
Durante mi periodo sabático trabajé en el Centro de Orientación Vocacional de la Universidad. El trabajo consistía en organizar conferencias y eventos para que los estudiantes de las preparatorias pudieran decidir qué estudiar. No era mucho trabajo. En mis frecuentes ratos libres, hice un estudio de los resultados de las pruebas psicológicas que se aplicaban a los aspirantes y calculé el 'Baremo Michoacán' que se usó como criterio estadístico para la admisión a las diferentes carreras de la universidad. Pero en Morelia, los estudiantes rechazados organizan marchas y tomas de calles hasta lograr su admisión a la Universidad. Ningún criterio estadístico resiste una protesta estudiantil.
La toma de calles es, me parece, una aportación de Michoacán a la cultura nacional. Bastaban diez o veinte estudiantes con algunos cordeles y algunas sillas para tomar el centro. Con eso bloquean el tránsito en la calle Madero, o Calle Real, como le dicen allá, y trastornan la vida de la ciudad.
En Morelia los nombres de las calles no sirven de mucho. Los morelianos se orientan por las iglesias, o templos, como les dicen allá. Si uno pregunta por una dirección le pueden decir que está a la vuelta de La Inmaculada, o por el templo del Santo Niño. Quizá esta fuera una manera de separar a los morelianos auténticos de los fingidos; o a los buenos católicos de todos los demás.
La vida moreliana fue buena en casi todo. La ciudad es pequeña, hay actividad cultural y la gente es amable. Se puede uno dedicar al estudio, a la música, a la escritura, o a la convivencia con buenos amigos. Lo difícil es tener un ingreso que permita vivir sin angustias. Esto fue lo que doce años después de llegar, agotado nuestro patrimonio, nos hizo salir. Casi no hay industrias y no es fácil saber de qué vive la ciudad. La opinión general es que Morelia vivía de la burocracia, de los estudiantes que atrae la universidad, del comercio y de los dólares que envían los migrantes. Mucha gente decía que era una ciudad de doctores y notarios.
Al llegar a Morelia, teníamos la esperanza de que obtendría yo un trabajo fijo en la Universidad Nicolaíta. Pero no fue así. Después de los primeros dos años allá tuvimos que decidir entre regresar a México o renunciar a la UNAM. Preferimos quedarnos a hacer la lucha.
Yo no tenía la cualidad curricular más importante para ser contratado en la universidad o en el gobierno: ser michoacano de nacimiento. Cuando van a contratar a alguien que no es de allí, inmediatamente surge la pregunta ¿qué no hay ningún michoacano que pueda hacer este trabajo? Contestar que no es tomado casi como traición.
Aprendimos a disimular nuestro origen fuereño cuando la gente nos preguntaba. Hasta cambiamos las placas de los coches para que no delataran que veníamos del DF. "Mi familia es de aquí -decía yo- aunque hemos vivido en México, en Puebla y aun en los Estados Unidos"
Nada era mentira.
Durante mi periodo sabático trabajé en el Centro de Orientación Vocacional de la Universidad. El trabajo consistía en organizar conferencias y eventos para que los estudiantes de las preparatorias pudieran decidir qué estudiar. No era mucho trabajo. En mis frecuentes ratos libres, hice un estudio de los resultados de las pruebas psicológicas que se aplicaban a los aspirantes y calculé el 'Baremo Michoacán' que se usó como criterio estadístico para la admisión a las diferentes carreras de la universidad. Pero en Morelia, los estudiantes rechazados organizan marchas y tomas de calles hasta lograr su admisión a la Universidad. Ningún criterio estadístico resiste una protesta estudiantil.
La toma de calles es, me parece, una aportación de Michoacán a la cultura nacional. Bastaban diez o veinte estudiantes con algunos cordeles y algunas sillas para tomar el centro. Con eso bloquean el tránsito en la calle Madero, o Calle Real, como le dicen allá, y trastornan la vida de la ciudad.
En Morelia los nombres de las calles no sirven de mucho. Los morelianos se orientan por las iglesias, o templos, como les dicen allá. Si uno pregunta por una dirección le pueden decir que está a la vuelta de La Inmaculada, o por el templo del Santo Niño. Quizá esta fuera una manera de separar a los morelianos auténticos de los fingidos; o a los buenos católicos de todos los demás.
sábado, 1 de marzo de 2014
Notas morelianas, 1: Salir del DF
"Aquí no hay nada" me dijeron mis tíos cuando les comenté mi intención de irnos a vivir a Morelia. "Mucha gente viene y luego no encuentra trabajo". A pesar de sus advertencias, pensamos que con nosotros el resultado sería diferente y a mediados de 1988 nos fuimos para allá.
Ya eran demasiadas razones para salir de México. Pero la principal fue que las niñas estaban cerca de cumplir quince años y cada vez era más frecuente que las invitaran a fiestas a las que había que recogerlas después de la media noche. En esos días andar por las calles de Naucalpan, de noche, con dos niñas, ya era buscar problemas. A cada rato nos enterábamos de que habían robado a uno y lo habían aventado desnudo por la carretera de la marquesa. Nos daba mucho miedo que nos asaltaran. Y ni modo de decirle a las hijas que no fueran a fiestas en la noche ¿cuánto íbamos a aguantar? Ni idea teníamos de que eso era el principio de los horrores que vendrían después.
El aire contaminado de la ciudad de México fue otra de las razones que tuvimos para salirnos. A Patricia le daban ataques de asma cada vez más fuertes y frecuentes. Teníamos la esperanza de que fuera del DF se le quitaran. Así fue. El conservadurismo michoacano tiene entre sus motivos de orgullo el aire limpio, el cielo azul y las nubes blancas.
Nos parecía que Morelia era una buena ciudad para acabar de criar nuestro par de hijas adolescentes. Allá teníamos algunos primos, una casa y perspectiva de trabajo en la Universidad Nicolaita. Además nos sentíamos con ánimo de empezar una nueva lucha si había necesidad. Que sí hubo, varias veces.
Llegamos a vivir a la casa que mis suegros habían comprado en Morelia. No quedaba lejos de la que hacía muchos años había sido la última casa de mis abuelos Hinojosa en la calle Ventura Puente que entonces estaba en las afueras. Ahí mismo, mi abuelo, Papagrande, tenía una fábrica de hielo y, en la parte de atrás, Mamagrande tenía gallinas.
Para mí, Morelia siempre estuvo asociada con los primos y los abuelos Hinojosa. Ir a Morelia durante las vacaciones infantiles era como cambiar de personalidad por una temporada. Mis hermanos y yo teníamos que portarnos de un modo solemne y respetuoso. En la ceremonia familiar de la bendición nocturna, cuando estábamos en Morelia, teníamos que hincarnos todos juntos, niños y adultos, y el abuelo nos bendecía colectivamente como arzobispo. Luego, hacíamos una fila para ir a besarle la mano. En Puebla, éramos un poco más herejes. Papá nos daba la bendición cuando cada quien acababa de cenar y salíamos corriendo.
Los primeros dos años de nuestra nueva vida en Morelia fueron buenos. Hicimos amigos; las niñas se integraron en la preparatoria y sus fiestas terminaban temprano; el asma y las alergias de Patricia fueron desapareciendo. Tenía yo un trabajo interesante en la Universidad Nicolaita mientras gozaba de mi periodo sabático. Las asociaciones profesionales me invitaban a dar conferencias sobre Psicología, Educación y Computación. Después, cuando cortamos el cordón umbilical con la UNAM, empezaron a cumplirse las profecías de mis tíos.
Ya eran demasiadas razones para salir de México. Pero la principal fue que las niñas estaban cerca de cumplir quince años y cada vez era más frecuente que las invitaran a fiestas a las que había que recogerlas después de la media noche. En esos días andar por las calles de Naucalpan, de noche, con dos niñas, ya era buscar problemas. A cada rato nos enterábamos de que habían robado a uno y lo habían aventado desnudo por la carretera de la marquesa. Nos daba mucho miedo que nos asaltaran. Y ni modo de decirle a las hijas que no fueran a fiestas en la noche ¿cuánto íbamos a aguantar? Ni idea teníamos de que eso era el principio de los horrores que vendrían después.
El aire contaminado de la ciudad de México fue otra de las razones que tuvimos para salirnos. A Patricia le daban ataques de asma cada vez más fuertes y frecuentes. Teníamos la esperanza de que fuera del DF se le quitaran. Así fue. El conservadurismo michoacano tiene entre sus motivos de orgullo el aire limpio, el cielo azul y las nubes blancas.
Nos parecía que Morelia era una buena ciudad para acabar de criar nuestro par de hijas adolescentes. Allá teníamos algunos primos, una casa y perspectiva de trabajo en la Universidad Nicolaita. Además nos sentíamos con ánimo de empezar una nueva lucha si había necesidad. Que sí hubo, varias veces.
Llegamos a vivir a la casa que mis suegros habían comprado en Morelia. No quedaba lejos de la que hacía muchos años había sido la última casa de mis abuelos Hinojosa en la calle Ventura Puente que entonces estaba en las afueras. Ahí mismo, mi abuelo, Papagrande, tenía una fábrica de hielo y, en la parte de atrás, Mamagrande tenía gallinas.
Para mí, Morelia siempre estuvo asociada con los primos y los abuelos Hinojosa. Ir a Morelia durante las vacaciones infantiles era como cambiar de personalidad por una temporada. Mis hermanos y yo teníamos que portarnos de un modo solemne y respetuoso. En la ceremonia familiar de la bendición nocturna, cuando estábamos en Morelia, teníamos que hincarnos todos juntos, niños y adultos, y el abuelo nos bendecía colectivamente como arzobispo. Luego, hacíamos una fila para ir a besarle la mano. En Puebla, éramos un poco más herejes. Papá nos daba la bendición cuando cada quien acababa de cenar y salíamos corriendo.
Los primeros dos años de nuestra nueva vida en Morelia fueron buenos. Hicimos amigos; las niñas se integraron en la preparatoria y sus fiestas terminaban temprano; el asma y las alergias de Patricia fueron desapareciendo. Tenía yo un trabajo interesante en la Universidad Nicolaita mientras gozaba de mi periodo sabático. Las asociaciones profesionales me invitaban a dar conferencias sobre Psicología, Educación y Computación. Después, cuando cortamos el cordón umbilical con la UNAM, empezaron a cumplirse las profecías de mis tíos.
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