http://www.newrepublic.com/article/114127/science-not-enemy-humanities
Steven Pinker es profesor de Psicología en la Universidad de Harvard y autor de varios libros.
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Los grandes pensadores de la Edad de la Razón y de la Ilustración fueron científicos. Muchos de ellos no solo hicieron contribuciones a las Matemáticas, la Física y la Fisiología, sino que también fueron ávidos teóricos en las ciencias de la naturaleza humana. Fueron neurocientíficos cognitivos que trataron de explicar el pensamiento y las emociones en términos de mecanismos físicos del sistema nervioso. Fueron psicólogos evolucionistas que especularon sobre la vida como un estado de la naturaleza y sobre los instintos que estaban "infusos en nuestro seno". Y fueron psicólogos sociales que escribieron sobre los sentimientos morales que nos unen a los demás, sobre las pasiones egoístas que nos inflaman y sobre nuestras debilidades y miopías que frustran nuestros mejores planes.
Esos pensadores -Descartes, Spinoza, Hobbes, Locke, Hume, Rousseau, Leibniz, Kant, Smith- son muy notables por haber elaborado sus ideas careciendo de teorías formales y de datos empíricos. Las teorías matemáticas de la información, de la computación y de los juegos no se habían inventado. Nada significaban para ellos las palabras "neurona", "hormona" y "gene". Al leer a esos pensadores desearía yo poder viajar en el tiempo y mostrarles un poco de la ciencia de los libros de texto del siglo 21 que los ayudaría a completar sus argumentos o a superar sus obstáculos.¿Qué darían esos Faustos por dicho conocimiento? ¿Qué habrían hecho con el?
Pero no tenemos que fantasear con tal escenario porque lo estamos viviendo. Tenemos, por un lado, los trabajos de los grandes pensadores y sus herederos y, por otro, tenemos el conocimiento científico que está más allá de sus sueños. Esta época es extraordinaria para la comprensión de la condición humana. Los problemas intelectuales de la antigüedad reciben luz de los hallazgos de las ciencias de la mente, del cerebro, de los genes y de la evolución. Se han desarrollado herramientas poderosas para explorarlos que van desde neuronas modificadas genéticamente para controlarse mediante pulsos de luz hasta la minería de grandes volúmenes de datos para entender cómo se propagan las ideas.
Uno podría pensar que los autores en las humanidades estarían encantados y energizados por el florecimiento de las nuevas ideas de las ciencias. Pero estaría equivocado. Aunque todos respaldan a la ciencia cuando puede curar enfermedades o vigilar el medio ambiente, o cuando sirve para golpear a los enemígos políticos, la intromisión de las ciencias en el territorio de las humanidades ha sido profundamente resentida. De la misma manera en que la aplicación del razonamiento científico a la religión ha sido denostado, muchos escritores que no creen en Dios sostienen que hay algo indecoroso cuando los científicos sopesan las grandes preguntas. En las principales revistas de opinión, los científicos curiosos son acusados regularmente de determinismo, reduccionismo, esencialismo, positivismo y, lo peor de todo, de algo llamado 'cientificismo' (Scientism en el original). En los últimos dos años hemos visto cuatro denuncias de cientificismo en esta revista, junto con ataques en Bookforum, The Claremont Review of Books, The Huffington Post, The Nation, National Review Online, The New Atlantis, The New York Times, y Standpoint.
Las políticas eclécticas de esas publicaciones reflejan la naturaleza bilateral del resentimiento. El siguiente párrafo de un revisión en The Nation, en 2011, de tres libros de Sam Harris hecha por el historiador Jackson Lears presenta los argumentos estándar de la persecución desde la izquierda:
"Los supuestos positivistas proporcionan los fundamentos epistemológicos para el Darwinismo Social, para las nociones evolucionistas populares de progreso, para el racismo científico y para el imperialismo. Esas tendencias convergieron en la eugenesia, que es la doctrina según la cual el bienestar humano puede mejorarse y perfeccionarse mediante el apareamiento selectivo de los más 'aptos' y la eliminación o esterilización de los no 'aptos'... Cualquier niño de escuela sabe lo que pasó después: el catastrófico siglo veinte. Dos guerras mundiales, el asesinato sistemático de inocentes en una escala sin precedentes, la proliferación de armas destructivas inimaginables, guerras incendiarias en las periferia del imperio. Todos esos eventos involucraron en varios grados la aplicación de la investigación científica a la tecnología avanzada."El ataque desde la derecha es semejante, tal como lo muestra este discurso de Leon Kass, consejero de Bioética de George W. Bush:
"Las ideas y los descubrimientos científicos acerca del hombre y de la naturaleza viva, que son bienvenidos y perfectamente inocuos, están siendo reclutados para dar la batalla contra nuestras enseñanzas morales y religiosas tradicionales, y aún contra nuestra autoconcepto como seres creados con libertad y dignidad. Ha surgido entre nosotros una fe cuasi religiosa -permítanme llamarla 'cientificismo sin alma'- que cree que nuestra nueva Biología, eliminando todo el misterio, puede dar cuenta completa de la vida humana, y da explicaciones puramente científicas del pensamiento humano, del amor, de la creatividad, de los juicios morales, y aun de la razón por la que creemos en Dios. No nos equivoquemos. Los intereses en este conflicto son muy altos: está en cuestión la salud moral y espiritual de nuestra nación, la continua vitalidad de la ciencia, y nuestro autoconcepto como hijos de Occidente"
En verdad, hay fanáticos entusiastas. Pero sus alegatos son débiles. No se puede culpar a la mentalidad científica del genocidio y de la guerra, ni de ser una amenaza para la salud moral y espiritual de nuestro país. En realidad la mentalidad científica es indispensable en todas las áreas de interés humano incluyendo la política, las artes y la búsqueda de sentido, de propósito y de moralidad.
El término "cientificismo" no es nada claro; es más una palabra para espantar que una descripción de cualquier doctrina coherente. En ocasiones se identifica con posiciones extraviadas tales como "la ciencia es lo único que importa" o "deberíamos confiar en los científicos para resolver todos los problemas". En otras ocasiones se acompaña de adjetivos como "simplista", "ingenuo" y "vulgar". El vacío de la definición me facilita una toma de posición que estoy preparado para defender a imitación de los activistas gay que se apropiaron y revaloraron un término peyorativo y alardean de "raros".
El cientificismo, en este buen sentido, no es la creencia de que los miembros del gremio científico sean particularmente sabios y nobles. Al contrario, las prácticas que definen a la ciencia, incluido el debate público, la revisión de pares y los métodos de doble ciego, están diseñados explícitamente para evitar las fallas y errores a los que están expuestos los científicos, como cualquier humano. El cientificismo no significa que todas las hipótesis científicas sean correctas; la mayoría de las nuevas hipótesis no lo son ya que el ciclo de conjeturas y refutaciones es la sangre vital de la ciencia. Tampoco es un impulso imperialista para apoderarse de las humanidades. La promesa de la ciencia es enriquecer y diversificar las herramientas intelectuales del conocimiento humanista, no destruirlo. Tampoco es el dogma de que lo físico es lo único que existe. Los científicos mismos están inmersos en un medio etéreo de información que incluye las verdades matemáticas, la lógica de sus teorías y los valores que guían su trabajo. Desde este punto de vista, la ciencia es continua con la Filosofía, la Razón y el Humanismo ilustrado. Se distingue por el compromiso explícito con dos ideas que el cientificismo buscaría exportar al resto de la vida intelectual.
La primera de esas dos ideas es que el mundo es inteligible. Los fenómenos que percibimos pueden explicarse mediante principios que son más generales que los fenómenos mismos. A su vez, esos principios pueden explicarse por otros principios más fundamentales, y así sucesivamente. Al buscar el sentido del mundo debe haber pocas ocasiones en las que nos veamos forzados a decir "así es esto" o "es magia" o "porque lo digo yo". El compromiso con la inteligibilidad no es una cuestión de fe sino que gradualmente se valida más y más conforme el mundo se va haciendo explicable en términos científicos. Los proceso vitales, por ejemplo, en algún tiempo se atribuyeron a un élan vital misterioso; ahora sabemos que son operados por reacciones químicas y físicas de moléculas complejas.
Al satanizar el cientificismo, es frecuente confundir inteligibilidad con un pecado llamado reduccionismo. Pero explicar un suceso complejo en términos de principios más profundos no significa rechazar su riqueza. Ningún pensador en su sano juicio intentaría explicar la primera guerra mundial en términos físicos, químicos o biológicos en sustitución del lenguaje más usual acerca de las percepciones y propósitos de los lideres europeos en 1914. Pero, al mismo tiempo, una persona curiosa puede preguntarse legítimamente por qué la mente humana es capaz de tener tales percepciones y propósitos, incluido el tribalismo, la confianza injustificada, y el sentido del honor que integraron la combinación mortal en ese momento.
La segunda idea es que la adquisición del conocimiento es ardua. El mundo no se detiene para mostrarnos su funcionamiento. Y aun si lo hiciera, nuestras mentes son proclives a las ilusiones, a las falacias y a las supersticiones. La mayoría de las razones tradicionales para creer -la fe, la revelación, el dogma, la autoridad, el carisma, la sabiduría convencional, el resplandor vigoroso de la certeza subjetiva- son generadoras de errores y deben descartarse como fuentes de conocimiento. Para entender el mundo debemos cultivar los modo de superar nuestras limitaciones, los cuales incluyen el escepticismo, el debate abierto, las pruebas empíricas, y, con frecuencia, investigaciones muy ingeniosas. Cualquier movimiento que se llame a si mismo 'científico' pero que carezca de oportunidades para falsificar sus propias creencias (como cuando se encarcela y asesina a quienes no están de acuerdo) no es un movimiento científico.
¿De qué manera la ciencia clarifica las cuestiones humanas? Quisiera empezar con la más ambiciosa: las preguntas más profundas acerca de quiénes somos, de dónde venimos y cómo definimos el sentido y el propósito de nuestra vida. Tradicionalmente este es el terreno de la religión y sus defensores tienden a ser los críticos más exaltados del cientificismo. Están dispuestos a respaldar el plan de separación propuesto por Stephen Jay Gould en el peor de sus libros, Rocks of Ages, según el cual los asuntos propios de la ciencia y de la religión pertenecen a 'magisterios separados'. A la ciencia le toca el universo empírico y a la religión le tocan las cuestiones del significado moral y los valores.
Desafortunadamente este acuerdo se enreda tan pronto como lo empieza uno a examinar. Las opiniones morales de cualquier persona que tenga conocimientos científicos - una persona que no esté cegada por el fundamentalismo- requieren una separación radical de los conceptos religiosos acerca del valor y el sentido.
Para empezar, los hallazgos de la ciencia implican que los sistemas de creencias de todas las culturas y religiones tradicionales -sus teorías acerca del origen de la vida, de los hombres y de las sociedades- están erradas en los hechos. Sabemos ahora, aunque nuestros ancestros lo ignoraban, que los humanos pertenecen a una sola especie de primate africano que no hace mucho desarrolló la agricultura, el gobierno y la escritura. Sabemos que nuestra especie es una frágil ramita del árbol genealógico que abarca todos los seres vivos, y que estos surgieron de los químicos prebióticos hace casi cuatro mil millones de años. Sabemos que vivimos en un planeta que gira alrededor de una estrella entre otras miles de millones de nuestra galaxia, la cual es una entre cientos de miles de millones de galaxias en un universo de 13.8 miles de millones de años; posiblemente uno entre un vasto número de universos. Sabemos que nuestras intuiciones sobre el espacio, el tiempo, la materia y la causalidad son inconmensurables con la naturaleza de la realidad en escalas muy grandes y en las muy pequeñas. Sabemos que las leyes que gobiernan el mundo físico (incluyendo los accidentes, las enfermedades y las desgracias) no tienen objetivos que se relacionen con el bienestar humano. No hay tales cosas como destino, providencia, karma, hechizos, maldiciones, augurios, venganzas divinas ni plegarias respondidas -pero las discrepancias entre las leyes de la probabilidad y el modo de funcionar de la cognición humana pueden explicar porqué hay gente que creé que sí existen. Y sabemos también que no siempre supimos esas cosas, que las amadas convicciones de cada época y cada cultura pueden ser mostradas como falsas, incluidas las que actualmente sostenemos.
En otras palabras: la visión del mundo que da la pauta para los valores morales y espirituales de una persona educada contemporánea es la visión del mundo que nos da la ciencia. Aunque los hechos científicos no dictan los valores, ciertamente limitan las posibilidades. Al minar la autoridad eclesiástica acerca de las cuestiones de hecho, se pone en duda su reclamo de certeza en las cuestiones morales. La refutación científica de la teoría de los dioses vengativos y las fuerzas ocultas, socava algunas prácticas como los sacrificios humanos, la cacería de brujas, la curación por la fe, los juicios de ordalía, y las persecuciones de herejes. Los hechos científicos, al mostrar la ausencia de propósito en las leyes que gobiernan el universo, nos compelen a asumir la responsabilidad de nuestro bienestar, el de nuestra especie y el de nuestro planeta. Los hechos científicos minan cualquier sistema moral o político que se base en fuerzas místicas, misiones, destinos, luchas, o edades mesiánicas. Al combinarse con unas pocas convicciones irreprochables -que valoramos nuestro propio bienestar, que somos seres sociales que nos afectamos mutuamente y que podemos negociar normas de conducta- los hechos científicos apoyan una moralidad defendible que consiste en adherirse a principios que potencian el florecimiento de los humanos y de otros seres sensibles. Este humanismo, que es inseparable de la comprensión científica del mundo, se está convirtiendo en la moralidad real de las democracias modernas y de las organizaciones internacionales; está
liberalizando las religiones y está definiendo los imperativos morales que enfrentamos en la actualidad.
Más aun, la contribución de la ciencia a la realización de esos valores ha sido directa y enorme. Si se hiciera una lista de los logros de nuestra especie que más nos llenan de orgullo, muchos serían realizaciones de la ciencia. (Sin contar la supresión de los obstáculos que nosotros mismos nos ponemos, tales como la abolición de la esclavitud y la derrota del fascismo)
El logro más evidente y estimulante es el conocimiento científico mismo. Hay mucho que podemos decir acerca de la historia del universo, de las fuerzas que lo mantienen funcionando, de la sustancia de la que estamos hechos, de la maquinaria de la vida y de nuestra propia vida mental. Todavía mejor es que esta comprensión no es una mera lista de hechos sino principios profundos y elegantes tales como el conocimiento de que la vida depende de una molécula que contiene información, dirige el metabolismo y se duplica a si misma.
La ciencia le ha dado al mundo imágenes de belleza sublime: el movimiento congelado con el estroboscopio, organismos exóticos, galaxias y planetas distantes, circuitos neuronales fluorescentes, y el planeta tierra luminoso elevándose sobre el horizonte lunar en la negrura del espacio. Al igual que las grandes obras de arte, no se trata solo de imágenes hermosas sino de acicates para la contemplación que profundizan nuestra comprensión del significado de ser humano y del lugar que ocupamos en la naturaleza.
Contrario a las extendidas creencias acerca de la tecnología como productora de una distopía de violencia y escasez, todas las mediciones indican que el florecimiento humano está aumentando. Las cifras muestran que después de milenios de pobreza casi universal, una proporción creciente de la humanidad sobrevive al primer año de vida, asiste a la escuela, vota en las democracias, se comunica con teléfonos celulares, disfruta de pequeños lujos y sobrevive hasta la vejez. Tan solo la revolución verde en Agronomía evitó que millones de personas perecieran por inanición. Y si queremos ejemplos de verdadera grandeza moral, se pueden buscar en Wikipedia temas como "Viruela" o "Peste bovina". Se podrá ver que las definiciones están en tiempo pasado lo que indica que el ingenio humano ha erradicado dos de las causas de sufrimiento más crueles en nuestra historia.
Aunque la ciencia se incrusta benéficamente en nuestra vida material, moral e intelectual, muchas de nuestras instituciones culturales así como los programas de humanidades (Liberal arts) de muchas universidades fomentan una indiferencia filistea con tonos de desprecio hacía la ciencia. Los estudiantes pueden graduarse en las universidades de élite con solo un conocimiento insignificante de la ciencia. Usualmente están mal informados y piensan que los científicos dejaron de preocuparse por la verdad y que simplemente persiguen la moda de los paradigmas variables. Una campaña de satanización responsabiliza anacrónicamente a la ciencia de crímenes que son tan viejos como la civilización misma, tales como el racismo, la esclavitud, las conquistas y el genocidio.
Lo mismo sucede con la ignorancia histórica que culpa a la ciencia de movimientos políticos con pátina pseudo científica, especialmente del Darwinismo Social y de la Eugenesia. El Darwinismo social fue el mal nombre dado a la filosofía laissez-faire de Herbert Spencer. No se inspiró en la teoría de la selección natural de Darwin sino en la concepción victoriana de Spencer acerca de la fuerza misteriosa del Progreso a la que no debía obstaculizarse. En la actualidad ese término se utiliza para desprestigiar cualquier intento de aplicar la evolución a la comprensión de los seres humanos. La Eugenesia se refiere a la campaña, popular entre los izquierdistas y progresistas de principios del siglo veinte, para lograr el progreso social definitivo: la mejora del abastecimiento genético de la humanidad. En nuestros días, ese término se utiliza para atacar la genética conductual que es el estudio de las contribuciones genéticas a las diferencias individuales.
Soy testigo de que estas recriminaciones no son reliquias de las guerras de la ciencia de la década de 1990. Cuando Harvard reformó sus requisitos de educación general en 2006 y 2007, en el reporte preliminar del grupo de trabajo se introdujo la enseñanza de la ciencia de la siguiente manera, sin mencionar su lugar en el conocimiento humano: "La ciencia y la tecnología afectan directamente a nuestros estudiantes de muchas maneras tanto positivas como negativas: la ciencia ha producido la creación de medicinas que salvan vidas, la internet, formas más eficientes de almacenar energía y el entretenimiento digital; también ha colaborado con las armas nucleares, los agentes de guerra biológica, el espionaje electrónico y el daño al medio ambiente." Esta extraña confusión entre lo utilitario y lo despreciable no se hizo en el caso de otras disciplinas. (Imagínese la promoción del estudio de la música clásica haciendo notar que genera actividad económica y que inspiró a los nazis) No se hizo ningún reconocimiento explícito de que podríamos tener buenas razones para preferir la ciencia y la técnica por encima de la ignorancia y la superstición.
En una conferencia en el año 2011, una colega resumió lo que para ella era la herencia ambigua de la ciencia: por un lado la erradicación de la viruela y por el otro el estudio de la sífilis en Tuskegee. (En ese estudio, los investigadores de salud pública iniciaron en 1932 el seguimiento del progreso de la sífilis latente en un grupo de afroamericanos pobres. Es una más de las narrativas sangrientas comunes acerca de los males de la ciencia) La comparación es obtusa. Supone que dicho estudio es la cara obscura inevitable del progreso y no un error generalmente lamentado; compara de manera perpetua la errónea evitación del daño a unas pocas docenas de personas con la prevención de cientos de millones de muertes cada siglo.
La aplicación de la neurociencia, de la genética y de la evolución a las cuestiones humanas ha provocado muchas acusaciones de cientificismo. Es verdad que muchas de esas aplicaciones son simplistas o erróneas y es apropiado criticarlas. Por ejemplo escanear los cerebros de los votantes cuando miran retratos de los políticos, atribuir la guerra a un gene de la agresión, explicar las religiones como una adaptación evolutiva para cohesionar al grupo. Pero esas críticas no se le hacen a intelectuales no científicos que también proponen ideas simplistas o erróneas; y nadie les pide a los académicos de las humanidades que regresen a sus rincones en la bibliotecas y se mantengan alejados de la discusión de los asuntos importantes. Es un error usar unos pocos ejemplos equivocados como excusa para eliminar a las ciencias de la naturaleza humana de nuestros intentos por entender la condición humana.
Consídérese nuestra comprensión de la política. James Madison se preguntó "¿Qué otra cosa es el gobierno si no la mayor de las reflexiones sobre la naturaleza humana?" Las nuevas ciencias de la mente están reexaminando los nexos entre la política y la naturaleza humana que ya se discutían ávidamente en tiempos de Madison pero quedaron soterrados durante un largo intervalo durante el cual se supuso que los humanos eran pizarras en blanco o actores racionales. Los humanos, cada vez lo entendemos mejor, somos actores moralistas guiados por normas y tabús sobre la autoridad, la tribu y la pureza; nos impulsan las tendencias encontradas hacia la venganza y hacia la reconciliación. Esos impulsos operan ordinariamente por debajo de la conciencia pero en algunas circunstancias pueden transformarse mediante la razón y el debate. Ahora empezamos a entender por qué evolucionaron esos impulsos morales, cómo actúan en el cerebro, cómo difieren entre los individuos, entre las culturas y entre la subculturas, y en cuáles condiciones pueden aparecer o desaparecer.
La aplicación de la ciencia a la política no solo nos da más ideas sino que nos proporciona los medios para afirmar cuáles de esas ideas puedan ser correctas. Los debates sobre asuntos políticos tradicionalmente se realizan mediante estudios de caso y con lo que los ingenieros de software llaman OPMP, opinión de la persona mejor pagada (HiPPO por sus siglas en inglés). No debería sorprendernos que se queden sin resolver controversias a preguntas como: ¿Las democracias se combaten unas a otras? ¿Se combaten los socios comerciales? ¿Los grupos étnicos vecinos inevitablemente entran en conflictos sangrientos por odios antiguos? ¿Las fuerzas de paz realmente preservan la paz? ¿Las organizaciones terroristas obtienen lo que quieren? ¿Logran sus metas los movimientos no violentos de tipo Ghandi? ¿Los rituales de conciliación posteriores a los conflictos son efectivos para evitar nuevos conflictos?
Aunque los historiadores podrían aportar ejemplos en favor de cualquiera de las alternativas de respuesta para esas controversias, no quiere decir que las preguntas sean irresulubles. Muchas fuerzas influyen en los eventos políticos de manera que es posible que una fuerza dada sea poderosas generalmente pero que en ciertos casos quede soterrada. Con el advenimiento de la ciencia de los datos -el análisis de grandes cantidades de datos textuales o numéricos- las señales pueden distinguirse del ruido y así resolver de manera más objetiva los debates en la Historia y en la ciencia política. Sobre las preguntas del párrafo anterior, considerando promedios y manteniendo las mismas condiciones, las mejores respuestas que podemos ofrecer actualmente son: no, no, no, sí, no, sí y sí.
Las humanidades son el área en la que la intrusión de la ciencia ha provocado la mayor reacción en contra. Pero son las humanidades justamente el área en la que más parece necesitarse una inyección de ideas nuevas. Las humanidades están en problemas. Los programas universitarios se están reduciendo, la próxima generación de graduados está sub empleada o desempleada, la moral está por los suelos, los estudiantes se alejan en masa. Nadie que piense un poco podría permanecer indiferente a este desinterés por la humanidades ya que éstas son indispensables para las democracias civilizadas.
El diagnóstico de la enfermedad de la humanidades señala correctamente las tendencias anti intelectuales de nuestra cultura y la comercialización de nuestras universidades. Pero una estimación honesta tendría que reconocer que parte del daño es auto infligido. Las humanidades todavía no se recuperan del desastre postmodernista con su desafío oscurantista, su relativismo dogmático y su corrección política asfixiante. Además, a las humanidades les falta definir una agenda avanzada. Varios rectores y presidentes de universidades me han expresado, a manera de lamento, que cuando un científico viene a su oficina es para anunciar alguna nueva oportunidad de investigación y para solicitar recursos. En cambio cuando un académico de la humanidades viene, es para solicitar que se respete la manera tradicional de hacer la cosas.
Esas maneras tradicionales de trabajar merecen respeto y no se puede encontrar sustituto para la lectura atenta, la descripción densa y la inmersión profunda de los humanistas al realizar su trabajo. ¿Pero son esos los únicos caminos para la comprensión? El acuerdo y la concertación (consilience) con la ciencia le ofrece a las humanidades incontables oportunidades para la innovación de sus puntos de vista. El arte, la cultura y la sociedad son productos de cerebros humanos. Se originan en nuestras facultades para percibir, pensar y emocionarnos; se acumulan y se difunden mediante las dinámicas epidemiológicas por las cuales una persona afecta a otras. ¿No deberíamos ser curiosos para entender esas conexiones? Ambos lados ganarían. Las humanidades podrían disfrutar más del poder explicativo de las ciencias, y podrían elaborar la posible agenda avanzada que convenza a los decanos y a los donantes. Las ciencias podrían desafiar sus teorías con los experimentos naturales y con los fenómenos ecológicamente válidos que han sido tan ricamente descritos por los humanistas.
En algunas disciplinas la coordinación ya ha sucedido. La Arqueología, por ejemplo, pasó de ser una rama de la historia del arte a una ciencia de alta tecnología. La Lingüística y la Filosofía de la mente ahora se solapan con la ciencia cognitiva y con la neurociencia.
Hay otras oportunidades que se pueden explorar. Las artes visuales pueden aprovechar la explosión de conocimientos de la ciencia de la visión que incluyen la percepción del color, de las formas, de las texturas y de la luz, así como la estética de caras y paisajes estudiada evolutivamente. Los académicos de la música tienen mucho que discutir con los científicos que estudian la percepción del habla y el análisis cerebral del mundo auditivo.
¿Por dónde empezar en el caso de los académicos de la literatura? John Dryden escribió que una obra de ficción es "solo una imagen vívida de la naturaleza humana, con sus pasiones, sus humores y con los cambios de fortuna que la afectan, escrita para deleite e instrucción de la humanidad". La Lingüística puede ilustrar los recursos de la Gramática y del discurso que facilitan a los autores manipular la experiencia imaginaria de los lectores. La Psicología cognitiva puede aportar luces sobre la habilidad de los lectores para conciliar su propia conciencia con las del autor y de los personajes. La Genética conductual puede actualizar las teorías populares acerca de la influencia paterna con los descubrimientos del efecto de los genes, de la influencia de los compañeros y del mero azar. Dichos descubrimientos tienen implicaciones profundas para la interpretación de la biografía y de los recuerdos de una persona. Para estas interpretaciones también son importantes la Psicologia cognitiva de la memoria y la Psicología social de la auto representación. Los psicólogos evolucionistas pueden distinguir las obsesiones universales de aquellas otras que son reforzadas en algunas culturas específicas, y pueden exponer los conflictos inherentes y las coincidencias de interés en las familias, en las parejas y en las amistades, así como las rivalidades que impulsan los conflictos.
Al igual que en el caso de la política, con la aplicación de la ciencia de los datos a los libros, a los periódicos, a la correspondencia y a las partituras musicales se vislumbran unas "humanidades digitales" extensas. Las posibilidades teóricas y de nuevos descubrimientos solo tienen el límite de la imaginación; incluyen, por ejemplo, el estudio del origen y la difusión de las ideas, de las redes de influencia artística y cultural, de la persistencia de la memoria histórica, del crecimiento y la mengua de ciertos temas en la literatura, de los temas tabú y de las pautas informales de censura.
Sin embargo muchos académicos de las humanidades reaccionaron ante esas oportunidades de la misma forma que el protagonista del ejemplo del tiempo futuro en los libros de gramática: "Voy a ahogarme, nadie me salvará". Señalan que esos análisis aplanan la riqueza de los trabajos individuales y utilizan los adjetivos usuales: simplista, reduccionista, ingenua, vulgar y, por supuesto, cientificista.
Las quejas acerca de la simplificación son descabelladas. Explicar algo es englobarlo en principios más generales que siempre implican un cierto grado de simplificación. Pero simplificar no es lo mismo que ser simplista. El reconocimiento de los detalles de un trabajo puede coexistir con las explicaciones en muchos otros niveles como la personalidad del autor, el ambiente cultural, las facultades de la naturaleza humana y las leyes sociales. El rechazo de los principios y tendencias generales nos recuerda la ficción de Jorge Luís Borges en la que "Los cartógrafos elaboraron un mapa del imperio del tamaño del imperio mismo que coincidía punto por punto. Las siguientes generaciones... vieron que el mapa era inútil y abandonaron el mapa que se despedazó por el sol y el viento".
Finalmente, los críticos deben tener cuidado con los adjetivos. Si hay algo que sea ingenuo y simplista, es la convicción de que las torres de marfil académicas deben reforzarse y que debemos continuar para siempre con nuestros modos actuales de entender el mundo. Sin duda, nuestras ideas de la política, de la cultura y de la moral tienen mucho que ganar a partir del mejor conocimiento del universo físico y de nuestra propia especie.